Opinión

El desmonte de la guerra y la construcción de la paz en Colombia

JP Toro 2Por Juan Pablo Toro V. *

 

El acuerdo de paz alcanzado entre el gobierno del Presidente Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) tras casi cuatro años de negociaciones, ha generado enormes expectativas, ya que se trata de desactivar la guerra interna más antigua del continente americano, que provocó 200.000 muertos, millones de desplazados y enormes daños materiales en cinco décadas.

Sin embargo, dejando de lado el optimismo de quienes esperan ver la desaparición de un conflicto anacrónico y que un país con el nivel de desarrollo económico de Colombia no se merece, conviene advertir que la etapa que se abrirá es sumamente desafiante. Casi tanto como la guerra.

Durante el posconflicto se debe montar una nueva arquitectura político-social que perpetúe la paz, mediante la desactivación del mecanismo de la violencia como expresión de las diferencias —la guerrilla recibirá 10 cupos fijos en el Congreso por dos períodos— y el fortalecimiento de la presencia del Estado, sobre todo en lugares donde estuvo ausente.

Ligado a lo anterior se suma la urgente disrupción de las economías criminales que, desde el narcotráfico hasta la minería ilegal, han financiado a rebeldes, paramilitares y bandas criminales por décadas. La mantención de la presencia militar-policial en zonas recuperadas y la concreción de las promesas de desarrollo para el campo —cuna de las insurgencias—, es vital para disuadir a quienes crean que seguir delinquiendo bajo otra bandera sigue siendo un buen “negocio”. En particular, ahora que han vuelto a repuntar los cultivos de coca.

Porque la prolongación del conflicto colombiano más allá de la Guerra Fría, solo se explica por el hecho de que los rebeldes marxistas-leninistas (según consta en sus estatutos) lograron costear su guerra contra el Estado mediante el narcotráfico, los secuestros y el abigeato.

En esta línea, para que la paz se asiente definitivamente, lo que puede llevar una década, será fundamental lo que ocurra con los actores armados regulares e irregulares. La historia de Colombia es prolífica en guerras mal acabadas que dieron origen a otras.

DE MILICIAS A MILITANTES

Según la hoja de ruta disponible, los 7.000 guerrilleros deben concentrarse en zonas delimitadas, bajo monitoreo internacional, donde iniciaran el proceso de desarme, desmovilización y reinserción, que debe terminar con las FARC convertidas en un partido político.

Esto tras la aplicación de fórmulas de la llamada justicia transicional. En resumen, penas de reclusión para quienes no confiesen un crimen, hasta “restricción de la libertad” en el caso de aquellos que admitan en forma temprana su responsabilidad. Esto último acompañado de trabajos para reparar a sus víctimas. Aunque Human Rights Watch ha advertido que se está avanzando hacia la impunidad para una guerrilla responsable de graves violaciones a los derechos humanos, la experiencia enseña que nadie en Colombia depone las armas de forma negociada para ir preso. “La tesis de la cárcel resultó inviable”, tuvo que admitir el jefe negociador del gobierno, Humberto De la Calle.

En plano ideal, todos los rebeldes debieran dejar los fusiles, iniciar actividades productivas lícitas y apoyar a la agrupación que surja de las FARC. Pero la realidad advierte que el promedio mundial de ex combatientes que vuelven a las armas o de los que deciden quedarse fuera de los diálogos se acerca al 30%. Un indicio preocupante al respecto lo dio en julio el Frente Primero Armando Ríos, activamente vinculado con el narcotráfico, que anunció que no acatará las decisiones que surjan de La Habana. Cuántas unidades más seguirán el camino es una interrogante, pese a que esta guerrilla es una fuerza en general muy bien disciplinada. Lamentablemente, no hay que ir a África o Centroamérica para encontrar lecciones.

¿FARCRIM?

A mediados de la década pasada, la desmovilización de unos 30.000 paramilitares supuso la desaparición de uno de los actores más cruentos del conflicto. Se trataba de un ejército irregular igual o más poderoso que las guerrillas que apuntaban a erradicar. También como las FARC recurrieron al narcotráfico para financiar su lucha.

Si bien el grueso de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) se sometió al Estado —con el que no estaban en guerra— y sus máximos comandantes fueron extraditados a Estados Unidos, hubo escuadrones que se reinventaron en las llamadas bandas criminales emergentes (Bacrim). Aprovechando su estructura y armamento militar, procuraron el control de distintos territorios del noroeste y suroeste del país para dedicarse exclusivamente al narcotráfico y la extorsión. Con unos 3.500 combatientes, el Estado incluso autorizó a lanzar ataques aéreos contra estas organizaciones. Un ejemplo actual, es el Clan del Golfo.

Evitar que los descolgados de las FARC terminen convertidos en “FARCrim” es fundamental. Clave para el éxito del procesos de paz es implementar un plan de reinserción a la vida civil efectivo, pero también identificar y castigar a los eventuales saboteadores internos y externos de la paz.

EL ELN EN LA MIRA

Es difícil responder por qué el Ejército de Liberación Nacional (ELN) no se sumó a esta negociación entre el gobierno y las FARC, donde pudo haber obtenido condiciones ventajosas para su desarme en el marco de un acuerdo de paz amplio, tal como el que se hizo en 1990 con varios grupos rebeldes.

El historial de crímenes de la segunda guerrilla de Colombia es menor comparado con el de las FARC, aunque ambas son consideradas organizaciones terroristas por el Departamento de Estado norteamericano y la Unión Europea. Surgido en 1964 entre simpatizantes de la Teología de la Liberación y Revolución Cubana, el ELN cuenta hoy con unos 2.500 combatientes repartidos en el noreste y suroeste de Colombia.

Si bien existen intentos de aproximación entre el gobierno de Santos y ELN, los secuestros y atentados realizados por esta insurgencia han impedido el inicio de una negociación formal.

Con las FARC en proceso de desarme, el ELN podría buscar una rápida salida política, pero también ocupar zonas que dejará la otra guerrilla —una especie de revancha tras amargas disputas— e incorporar cuadros que insistan en seguir en la guerra. Por otro lado, sobre este grupo caerá todo el peso de las fuerzas armadas.

FUERZAS MILITARES

Las Fuerzas Armadas y de Policía de Colombia suman más de 400.000 miembros, un tamaño considerable a nivel mundial. Lo que se explica por la necesidad de controlar un accidentado territorio de 1,1 millones de km2, donde por años se han escondido guerrilleros, paramilitares y toda clase de criminales.

Sin embargo, con la desaparición de las FARC, o parte de ellas, será difícil que las fuerzas militares y de policía sigan con el mismo tamaño y doctrina. Porque uno de los argumentos a favor de la paz es el excesivo gasto en seguridad que hace el país (siempre sobre el 3% del PIB).

Lo peor sería tomar decisiones apresuradas sobre el futuro de estas tropas expertas en contrainsurgencia y contraterrorismo. Por eso el Ejército ya ha empezado a reestructurar sus unidades para proteger mejor las fronteras (casi diez entre terrestres y marítimas) y los enormes recursos naturales de Colombia (petróleo, carbón y minerales, entre otros), lo cual implica volver en tareas convencionales de la defensa.

También las Fuerzas Armadas están potenciando su proyección internacional. La Armada ya ha enviado buques al Golfo de Adén para luchar contra la piratería y a la Antártica.

Compleja también será la reconversión de la policía, que tuvo que transformarse en un “ejército” para enfrentar a los rebeldes en zonas rurales. Hay brigadas que incluso recibieron entrenamiento de los boinas verdes de Estados Unidos en algunos períodos. Y deben existir pocas unidades mejor entrenadas en Colombia que la policía antinarcóticos para lanzar asaltos helicoportados. Qué hacer con estas capacidades es una pregunta.

Lo cierto es que aún con las FARC desactivadas, seguirán existiendo redes criminales transnacionales dedicadas a explotar la producción de cocaína y la minería ilegal en Colombia, por lo tanto, habrá que seguir trabajando en su disrupción. Mantener el control sobre el territorio recuperado no es una tarea que acaba mañana.

SALIR DE LA VORÁGINE

Según el último reporte del Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos, que monitorea el desescalamiento de la guerra, la confrontación contra las FARC se encuentra en mínimos históricos en 52 años. Prácticamente han desaparecido los asaltos a poblaciones, emboscadas a militares y atentados contra la infraestructura.

Para bien o para mal, la paz está llegando sin dramatismos ni urgencias, porque la guerra se encuentra detenida gracias a un cese del fuego y porque Colombia ya venía experimentado una baja sostenida en sus homicidios y secuestros desde hace más de una década, producto del crecimiento de las fuerzas de seguridad y una exitosa ofensiva contra las guerrillas que partió en la Presidencia de Álvaro Uribe (2002-2010). Durante el 2015, se registraron 12.540 asesinatos, un mínimo en décadas.

Lo anterior se traduce en que los efectos materiales inmediatos del fin de un conflicto rural sobre la seguridad de las personas sean difíciles de percibir, en particular en las ciudades, donde vive el 75% de los 48 millones de habitantes.

Es algo fundamental cuando la ratificación del acuerdo de paz depende de un plebiscito que se realizará el 2 de octubre y que requiere de apenas 4,4 millones de votos favorables del padrón de 35 millones. Con su simple “sí” o “no”, los colombianos deberán dar curso a una decisión a la vez jugada y amarga, puesto que las FARC cometieron crímenes que dejaron huellas profundas difíciles de olvidar.

Otro argumento para apoyar el acuerdo de paz que promueve el gobierno de Santos, tiene que ver con los dividendos del posconflicto, donde se asegura que la economía debería registrar un crecimiento adicional de entre 1,1 y 1,9% del PIB, según el Departamento Nacional de Planeación. Esto producto de la llegada de nuevas inversiones y la explotación de territorios subutilizado o no utilizados por el conflicto.

El dilema está en que el posconflicto antes de rentar, tiene que financiarse y llega justo cuando la economía se desacelera por el derrumbe de los precios internacionales del petróleo, principal fuente de divisas del país.

Según el centro de investigación Fedesarrollo, el costo del posconflicto estaría cerca de entre 80 y 90 billones de pesos colombianos (unos 27.000 a 31.000 millones de dólares) en la próxima década (alrededor del 1 % del PIB por año). Pero a ciencia cierta, nadie sabe bien cuánto costará la paz.

La comunidad internacional, que entre otras cosas aporta con tropas a la misión de verificación de Naciones Unidas, ha expresado su respaldo a Santos no solo a nivel retórico. A modo de promesas, la Corporación Andina de Fomento destinará 1.500 millones de dólares en los próximos dos años, mientras Estados Unidos —histórico financista del Plan Colombia contra las drogas— y la Unión Europea han comprometido unos US$ 1.100 millones en total.

LA APUESTA

En conclusión, el anuncio del fin de la guerra con las FARC es una buena noticia o más bien todavía la promesa de una buena noticia. A pesar de que subsistan algunos grupos armados en Colombia, la desmovilización de la principal guerrilla sí incidirá a la hora de seguir reduciendo las amenazas a una democracia cada vez más inclusiva y una economía cada vez más próspera. Así como en el pasado el país fue capaz de construir un moderno y poderoso aparato militar para enfrentar a la insurgencia cuando estaba al borde de ser considerado un Estado fallido, Colombia ahora es más fuerte que nunca para edificar una nueva arquitectura política-social para la paz. Con sus 297 páginas, el acuerdo final busca dejar fuera el azar e intentar de ganarle de una vez por todas a la violencia. Merece una oportunidad. Y los colombianos, por primera vez en décadas, tendrán la posibilidad de optar.

 

*Magíster en Ciencia Política y periodista de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Diplomado en Seguridad Nacional del Instituto Tecnológico Autónomo de México. Egresado del curso Estrategia y Política de Defensa del Center for Hemispheric Defense Studies. Editor Internacional de El Mercurio y profesor del curso Análisis de Actualidad Internacional de la Facultad de Comunicaciones de la PUC.

** Cubrió el conflicto en Colombia entre 2000 y 2005 como corresponsal de The Associated Press