Opinión

La democracia no debería ser otra víctima de la pandemia

Ayer se cumplieron los primeros seis meses desde que la OMS declaró al Covid-19 pandemia. El martes se celebra el Día mundial de la democracia. El momento es propicio entonces para tomarle el pulso a la región y hacer un balance de los efectos del coronavirus sobre el estado de las democracias en Latinoamérica en estos seis meses.

Pese a la incertidumbre que caracteriza la coyuntura, existe la certeza de que la pandemia, además de ser la peor crisis sanitaria, socioeconómica y humanitaria de América Latina en un siglo, supone también una crisis de gobernanza.

Según datos de la Universidad de Johns Hopkins, actualizados al miércoles pasado, a nivel global hay 27.6 millones de personas infectadas mientras 900.000 han fallecido como consecuencia del coronavirus. Las cifras crecen rápidamente en nuestro continente, que se ha consolidado como el epicentro mundial de la pandemia, con dos focos principales: Estados Unidos y Brasil.

Respuestas y resultados

Las respuestas de los gobiernos fueron dispares. Igualmente diversos son los resultados. Somos la región con el mayor número de contagios (7.8 millones) y con la mayor cantidad de muertes (300.000). Con solo el 8% de la población mundial, concentramos el 29% de los contagios y el 33% de las muertes de Covid-19 a nivel global. Somos, asimismo, la región con el mayor número y duración de confinamientos del mundo.

Brasil con sus 4.1 millones de personas contagiadas y las 127.000 fallecidas, ocupa el tercer lugar a nivel mundial en contagios y el primero en la región. México, con sus más de 68.000 muertos, se ubica en la cuarta posición a nivel mundial y en la segunda en el plano regional. Por su parte, Perú, Colombia, la Argentina y Chile se ubican en los primeros once lugares a nivel mundial en relación con el número de contagios.

 

Uruguay es, por ahora, el caso más exitoso gracias a "una combinación de instituciones sólidas, una estrategia de gobierno flexible y una consistente cultura cívica", según el politólogo uruguayo Daniel Chasquetti.

Los efectos del coronavirus en el terreno económico son mayúsculos. El FMI proyecta una contracción económica de 9.4% y una recuperación más lenta de lo esperado. Las deudas y los déficit fiscales de la mayoría de los países aumentarán con fuerza. Las consecuencias en materia de desarrollo humano serán devastadoras: importante aumento de la pobreza (45 millones de nuevos pobres) y de la desigualdad, elevada destrucción del empleo (44 millones de desempleados) y un incremento significativo de la informalidad.

Democracia bajo presión

La pandemia también ha impacto con fuerza y de manera heterogénea en el ámbito político-electoral. Si a fines de 2019 varias democracias evidenciaban signos de fatiga y turbulencia, el Covid-19 tuvo un efecto doble: por un lado puso en pausa a la gran mayoría de las protestas sociales y, por el otro, trajo mayor complejidad y nuevos desafíos.

El comportamiento de los gobiernos en este ámbito también ha sido diverso. Mientras algunos enfrentaron la pandemia con apego a la Constitución, otros la utilizaron como arma política y como un cheque en blanco, manipulando los datos, poniendo en marcha políticas clientelares y debilitando la división de poderes.

La mayoría de los países introdujeron medidas extraordinarias para confinar a la población frente a la emergencia sanitaria. En varios de estos casos, estas medidas se aplicaron sin las debidas garantías, provocando una excesiva concentración de poder en el Ejecutivo y un debilitamiento de los controles del Legislativo y el Judicial, agravado por el hecho de que algunos Congresos entraron en receso o comenzaron a funcionar por vía remota. En otros casos observamos un debilitamiento del Estado de derecho y de los órganos de control; entre otros efectos negativos, esto facilitó nuevos hechos de corrupción asociados a la pandemia.

También en ciertos países observamos una mayor polarización, un fuerte choque entre el Poder Ejecutivo con los Congresos y/o la Justicia, deterioro de los derechos humanos, restricciones indebidas a la libertad de expresión, un aumento de la represión, ataques ilegales a los adversarios políticos y una reducción de los espacios de la sociedad civil. Otra tendencia negativa ha sido el uso creciente e indebido de las fuerzas armadas para tareas de orden público.

Si bien, de momento, ninguna de las democracias latinoamericanas ha sufrido una regresión autoritaria plena, un número importante de países atraviesan tensiones políticas que están afectando, en diverso grado, la calidad de las instituciones. En un segundo grupo integrado por Bolivia, El Salvador, Haití, Honduras y Guatemala, hemos visto un fortalecimiento de los rasgos híbridos de esos regímenes. Y en un tercer grupo, constituido por Venezuela y Nicaragua, las autoridades aprovecharon el Covid-19 para profundizar el autoritarismo y la represión.

La pandemia tuvo también un impacto disruptivo en la agenda electoral de la región. La casi totalidad de los comicios que debían celebrarse durante el segundo trimestre de 2020 fueron postergados para el segundo semestre de este año o el 2021. República Dominicana (que debió posponer sus elecciones generales del 17 de mayo al 5 de julio) es, a la fecha, el único país latinoamericano que celebró sus comicios en pandemia. Las elecciones generales de Bolivia quedaron fijadas para el 18 de octubre, el plebiscito chileno para el 25 del mismo mes y las parlamentarias venezolanas para el 6 de diciembre, todas ellas en un contexto de alta polarización y fragmentación.

Nuevo consenso regional

Como vemos, existen razones para preocuparnos ante este cuadro regional complejo, pero no para caer en un pesimismo paralizante.

Cerca del inicio de un nuevo súper ciclo electoral en la región, el liderazgo latinoamericano enfrenta una durísima prueba. Por un lado hay que celebrar elecciones compatibilizando el derecho a la salud con el pleno ejercicio de los derechos políticos y la integridad electoral. Y, por el otro, evitar un aumento de la insatisfacción con la democracia, el regreso de las protestas, la llegada de una nueva ola de retórica populistas y/o autoritaria, y un agravamiento de la polarización y fragmentación que dificulte alcanzar los consensos políticos, pongan en jaque la gobernabilidad y produzcan una erosión democrática.

Sin desconocer la gravedad actual, debemos ver a esta crisis como una oportunidad que permita sentar las bases de un nuevo consenso regional cuyos objetivos pasen por: 1) un nuevo contrato social que ponga foco en reducir la desigualdad y proteger a los vulnerables, garantice educación y salud de calidad, fomente la creación de empleo formal y asegure una protección social universal; 2) recuperar el crecimiento basado en una diversificación productiva y exportadora, apuntalado por un manejo macroeconómico responsable y una política de desarrollo productivo, con prioridad en la tecnología, innovación y desarrollo (para insertarnos estratégicamente en la cuarta revolución industrial), sistemas tributarios progresivos y lucha frontal contra la corrupción y evasión fiscal; 3) repensar el papel del Estado, dotándolo de los recursos y de las competencias para que pueda cumplir su papel estratégico con eficacia, transparencia y rendición de cuentas; 4) avanzar hacia un nuevo modelo de desarrollo que tenga como norte la Agenda 2030 de la ONU y el cambio climático; 5) reconstruir la integración regional y fortalecer la cooperación; y 6) avanzar hacia una democracia de nueva generación, inclusiva, resiliente y de mejor calidad.

En síntesis: en tiempos de aceleración tecnológica, globalización y capitalismo bajo revisión, y cambio climático, el desafío es doble: proteger a la democracia para que no se convierta en víctima de la pandemia, y, al mismo tiempo, repensar la democracia acompañándola de un proceso de innovación política institucional para, pospandemia, recuperar la confianza en la política, instituciones y líderes y fortalecer la gobernanza democrática de las sociedades complejas del siglo XXI.

Esta es la agenda que la región necesita poner en marcha con urgencia y pragmatismo, basada en un diálogo inclusivo y un amplio consenso, para evitar otra década perdida en lo económico, un devastador retroceso en materia de desarrollo humano y una grave regresión democrática. La calidad del liderazgo -político, social y empresarial- es más crítico que nunca. No hay tiempo que perder.

Fuente: La Nación