Opinión

Sentido común

Las elecciones de mitad del período presidencial en los Estados Unidos se veían muy complicadas para el Presidente Joe Biden, los demócratas y también para aquellos republicanos que no siguieron los mandatos del trumpismo más radical. La principal coalición que se formó detrás de quienes se oponen a la Casa Blanca fue una colección de personas que creen en teorías de la conspiración, convencidos de que hubo fraude en la elección presidencial de 2020, en contra de las vacunas y la labor preventiva contra el Covid-19, además de furibundos oponentes del comercio internacional. A lo anterior debe sumarse el discurso populista que emanaba del propio expresidente Trump, en una mezcla que la literatura ha denominado teoría delgada basada en un sentimiento contra la elite y reivindicar el nativismo. Esta última característica está muy asociada a lo que se denomina populismo jacksoniano o aquel que tiene por norte la preservación de la cultura estadounidense anglosajona y protestante, rechazando el influjo multicultural de quienes migran al país.

Todo lo anterior es parte de una ola populista que parece arrastrar a todo Occidente, desde Orban en Hungría hasta López Obrador en México, en una variopinta muestra que va desde la derecha hasta la izquierda populista. Es en este cuadro que Estados Unidos renovaba la totalidad de la Cámara de Representantes, 33 de los 100 senadores y un importante número de gobernadores. La campaña fue áspera en el lenguaje y las acciones.

Es en este estado que el resultado sorprende, incluso a los más entusiastas partidarios de la administración demócrata. Eran muy pocos los que le entregaban alguna posibilidad de retener la mayoría en el Senado y aún menos los que creían que la Cámara de Representantes tendería a una mayoría republicana exigua. Por el contrario, se creía que la debacle iba a ser mayúscula. Sin embargo, el resultado final es un claro mensaje de la sociedad norteamericana. Más allá de si son demócratas o republicanos, la ciudadanía no quiere extremistas. Los votantes dijeron que no querían más imaginería del conflicto, que ya era suficiente de la retórica cargada de adjetivos. También tenían miedo de que un Congreso en manos de los partidarios de Trump alterase de alguna manera la política exterior frente a la guerra en Ucrania o China. También entienden que, pese a los problemas económicos y la recesión, la inflación comienza a ceder y se esperan mejores expectativas de crecimiento para el próximo año.

En definitiva, primó el sentido común de los ciudadanos, justo cuando los analistas electorales y comentaristas creían que sería el momento de la polarización. De hecho, fue una buena noche para los demócratas, pero fue aún una mejor jornada para los republicanos que quieren dejar atrás a Trump y el populismo. Es decir, hay una esperanza porque finalmente, tanto en Estados Unidos como en otras partes del mundo, hay seres humanos que entienden muchas veces mejor la realidad que algunos de sus dirigentes.

Una fortaleza de la democracia es que finalmente ordena la realidad mejor que cualquier otro sistema. Como el propio Presidente Biden lo señaló varias veces, la democracia es más desordenada pero finalmente resuelve mejor los problemas. Es ese mismo sistema que le permitió reunirse el pasado lunes con el Presidente chino Xi Jinping con el aplomo que le entregaron las urnas. Se presentó a la reunión del G20 con la cabeza en alto porque podía demostrar que su pueblo había actuado con prudencia y sentido común. Eso es mucho en los tiempos que corren.

Fuente: La Tercera