Opinión

Elección trascendental con caras conocidas

Las elecciones primarias del pasado 6 de marzo en Estados Unidos confirmaron formalmente lo que todos los analistas venían afirmando desde mucho antes. Salvo hechos imprevisibles, la próxima elección presidencial del 10 de diciembre tendrán nuevamente como protagonistas a Donald Trump y Joe Biden. En el bando demócrata, Biden no ha tenido rivales creíbles en esta campaña; en el republicano, Trump se deshizo finalmente de su rival Nikki Haley, cuya campaña sólo sobrevivía porque algunos magnates aún le proveían fondos, creyendo que la valentía de una mujer frente a Trump podía conmover a los votantes republicanos. Esa convicción ingenua terminó con la última derrota en las primarias: Haley renunció a su candidatura y Trump no sólo se quedó sin rivales, sino que, con numerosas primarias aún pendientes, tiene ya suficientes votos de delegados para ser nominado faltando casi cinco meses para el cierre del plazo.

Hay quienes aún se aferran a la posibilidad de que el ex Presidente sea privado de su candidatura “por secretaría”, con un fallo judicial que lo inhabilite. Y existen varias causas pendientes que podrían concluir en una condena. El fallo reciente de la Corte Suprema, que anuló un fallo de la Corte de Colorado, que decidió que Trump no podía ser inscrito como candidato, porque había violado la Constitución al promover los incidentes del 6 de enero de 2016. La Corte Suprema se limitó a declarar que un Tribunal estatal no podía intervenir en las elecciones nacionales, sin entrar a pronunciarse sobre la cuestión de fondo, esto es si las acciones de Trump habrían violado la Constitución. Hay otros juicios abiertos sobre otras materias: aún está pendiente un juicio en Georgia por las presiones que Trump ejerció sobre las autoridades electorales para obtener la nulidad de la elección en ese Estado. El ex Presidente ya ha sido condenado en un juicio por difamación a una mujer que lo acusó de intento de violación; y el más complejo y duro para el ex Presidente es la condena en primera instancia a una multa de 355 millones de dólares, más intereses, por haber falsificado las ganancias de la venta de algunas propiedades, con el fin de sobrevalorar su patrimonio y obtener ventajas financieras. El monto final, posible en el estado de Nueva York, que tiene leyes muy drásticas en materia de estafa, podría llegar a 450 millones de dólares, si la apelación es rechazada; una suma difícil de pagar, incluso para Trump, quien hasta ahora ha financiado con donaciones electorales sus gastos judiciales. Lo extraño de este fallo, es que a pesar de que la Organización Trump, el consorcio familiar que él encabeza, fue sancionada, no se le prohíbe, ni a ella ni a su socio principal, seguir haciendo negocios.

Pero suponer que la Corte Suprema de los Estados Unidos podría, con su actual composición, declarar a Donald Trump inhábil para ejercer el cargo de Presidente, es una ilusión. Al contrario, es probable que el mismo candidato busque lograr que una Corte llena de miembros designados por él mismo en su mandato anterior, declare que el Presidente goza de inmunidad por actos cometidos durante el ejercicio de su cargo; aunque es más seguro que la Corte evite pronunciarse sobre un tema tan delicado.

En términos electorales, sin embargo, hay dos evidencias claras: mientras más se ataca judicialmente a Trump, menos efecto tiene esto en las intenciones de votos de los norteamericanos; y la diferencia en su favor, en las encuestas nacionales, llega a más de cinco puntos, con tendencia a aumentar por la continua caída de la popularidad del Presidente Biden. Si bien es efectivo que dos tercios de los encuestados después del discurso sobre el Estado de la Unión de la semana pasada aprobaron ese discurso y una cifra aún mayor considera, en esa encuesta, que el país va por buen camino, ese resultado es similar al obtenido en otros discursos anuales. La cifra más baja hasta ahora era un 70% del propio Trump el año en que perdió la reelección. Los norteamericanos tienden a aprobar a su Presidente en el State of the Union y así lo hicieron también en este caso. Pero las pocas encuestas de los días siguientes mantienen la diferencia, incluyendo una que muestra una baja de la aprobación a Biden en el electorado femenino, donde mantiene, sin embargo, una ventaja.

Pero es también claro en los resultados de unas pocas primarias demócratas que el único candidato de ese partido es Joe Biden y nada indica que haya movimientos subterráneos para removerlo o reemplazarlo por otro senador o gobernador capaz de remontar ahora la ventaja de Trump. El mismo discurso del Estado de la Unión, mostró a un Presidente fuerte y agresivo, dedicado a demostrar que está en condiciones físicas para enfrentar el desafío, que tiene un récord de realizaciones en torno a las cuales construir su campaña y muchas ideas nuevas que promover. Y las deserciones de jóvenes provocadas por el apoyo a su política respecto de Gaza, se diluyen frente al masivo respaldo de que goza Israel en Estados Unidos. El daño, si existe, se circunscribe sectores generalmente contrarios a la política exterior de Estados Unidos.  

La verdadera campaña comienza ahora, porque en las primarias que quedan el único esfuerzo será (para demócratas y republicanos) conseguir que la gente salga a votar en elecciones con un solo candidato. Y esa campaña tiene contenidos esenciales que es preciso revisar.

Es interesante comprobar que hasta ahora la política interna no ha sido un tema de campaña. Trump no ha cuestionado esencialmente, ni los logros de la administración en materia de crecimiento y de desempleo, ni tampoco sus debilidades en la persistencia de la inflación. Los republicanos han sorteado adecuadamente nuevos cierres del gobierno por asuntos presupuestarios, sabiendo que esos cierres, inducidos casi siempre por ellos, provocan cada vez más rechazo en la población. El debate de propuestas económicas está aún por hacerse y es muy probable que el candidato se oriente en la dirección de los problemas intermésticos (asuntos de política exterior con amplia repercusión interna), como la migración ilegal, las debilidades en negocios -principal pero no solamente con China-, el aumento de la producción y uso de las drogas -especialmente la epidemia de Fentanyl. Así, el tema de política externa se hace prioritario en la agenda, al menos en esta parte de la campaña, máxime cuando se teme que algunas de las guerras del mundo de hoy llegue a Estados Unidos.

Es poco probable que la elección se decida solamente sobre esos temas; hay que reconocer que fue un tópico doméstico como la política seguida por Trump ante la pandemia de Covid-19, lo que motivó de manera importante su derrota. Los intentos de algunos analistas por culpar a China de la epidemia no tuvieron efecto y el gobierno fue siempre visto como principal responsable. Aunque muchos analistas liberales traten de vincular esa derrota (no hay causas únicas) con otros factores internos y externos, la realidad es esa: sin pandemia Trump ganaba la reelección; su negativa a reconocer su realidad fue el principal motivo de su derrota.

Hoy aún queda algo de pandemia, en los sectores sociales y étnicos más sensible, pero en general ese drama ya ha concluido, o al menos no ocupará un lugar importante en la campaña. Biden presentará los éxitos de su política, pero no serán ya tan decisivos como las preocupaciones económicas, que muchos ciudadanos vinculan, de manera bastante artificial, con la migración. El meollo del debate estará allí: Trump denunciando a Biden por su debilidad en materia migratoria, en drogas y en delincuencia; y Biden esforzándose por mostrar sus éxitos en la economía y en el empleo. El tono que adquiera el debate en una u otra dirección será crucial en esta campaña.

Por cierto, los asuntos propiamente internacionales, China, Ucrania, Gaza en el Medio Oriente, tendrán un espacio también decisivo. En esta materia, es preciso describir primero el tono totalmente diferente de ambos candidatos, un tema que hace resurgir un debate que ya se creía apagado desde la Segunda Guerra Mundial. Biden es un exponente ilustrado y ferviente partidario de los grandes diseños de política exterior surgidos de esa guerra, que asignan a Estados Unidos el liderazgo del sistema internacional y ponen a dormir por mucho tiempo las voces aislacionistas que siempre existieron en Estados Unidos, que demoraron los planes de Woodrow Wilson para entrar a definir la Primera Guerra, derrotaron en el Congreso el Tratado de Sociedad de las Naciones y enfrentaron a Franklin Delano Roosevelt en sus intentos por ayudar más decididamente a Inglaterra y Francia en la primera parte de la guerra iniciada en 1945. El ataque a Pearl Harbour que efectivamente globalizó la guerra, no podía sino generar un nuevo consenso de política exterior, una verdadera Política Exterior de Estado. Los republicanos adhirieron a ese consenso eligiendo a Dwight Eisenhower, el principal General de la Guerra Europea y luego los demás presidentes Republicanos, Richard Nixon (seducido luego por la detente de Kissinger), Ronald Reagan y los dos Bush, mantuvieron la visión globalista, la idea de que existe una “nación indispensable” que lleva la pesada carga de dominar u ordenar el mundo.

Durante toda la Guerra Fría y después, hasta el nuevo siglo, el debate se restringió a la forma en que se debía ejercer la hegemonía: estableciendo un nuevo orden mundial o privilegiando el interés norteamericano para imponer un modelo económico y político global, siempre dominado por Estados Unidos. Ese era el dilema norteamericano: Primacía u Orden Global, como la definió Stanley Hoffmann, precisamente al asumir Reagan, máximo exponente de la primera opción, la Primacía.

Lo notable de Donald Trump es que su visión de la política exterior parece salirse del marco teórico que ha regido a Estados Unidos desde Roosevelt a Obama. Digo “parece salirse”, porque son demasiadas las instituciones y tradiciones construidas en base a la “política de Estado” que todos los Presidentes norteamericanos siguieron hasta él y eso se percibe más veces en sus declaraciones espontáneas que en sus discursos preparados; como ocurre desde su famoso slogan de MAGA (Make America great again) cuando dice que él aconsejaría a Rusia invadir a cualquier país que no cumpla con sus compromisos, o cuando desdeña a sus aliados europeos y abraza a los neoconservadores de Europa del Este, o cuando amenaza con invadir a México para controlar las drogas, o cerrar las fronteras de Estados Unidos para que no entre ni un solo migrante más. El sistema internacional que Estados Unidos construyó después de la Segunda Guerra Mundial y renovó en los últimos años con iniciativas como los Objetivos de Desarrollo del Milenio, la Organización Mundial de Comercio o los Acuerdos de París no son del gusto del candidato a líder del sistema.  

Es cierto entonces que la elección de Trump atemoriza a todos, porque sus ataques al sistema no van seguidos de ninguna propuesta de orden global, que no sea la que fluya de los intereses de Estados Unidos en el mundo. Pero tampoco parece satisfactoria la propuesta de Biden de revivir un mundo de posguerra que ya ha cambiado esencialmente y en el cual a él sólo le corresponde un rol importante, pero no toda la dirección. El mundo construido en los últimos setenta años requiere un diseño que incluya a otras naciones, cada vez más poderosas, que también quieren ser protagonistas y un multilateralismo vigoroso lleno de estados intermedios que también quieren decir algo respecto del futuro global.

Esta nueva realidad apunta, como lo hemos dicho otras veces, más a un fraccionamiento del escenario mundial, compuesto por países emergentes o coaliciones regionales, que no están en condiciones de imponer términos, pero sí de forjar acuerdos. América Latina podría ser una de esas coaliciones, en la medida en que sea capaz de superar sus actuales divisiones, reconocer sus intereses comunes y darse una institucionalidad en condiciones de dialogar unida con el resto del mundo.  

No saldrá del próximo ciclo global un diseño; pero tal vez sea mejor, para el mundo, que se elija a quien esté dispuesto a escuchar y fortalecer el multilateralismo, que uno que desprecia toda la construcción de casi un siglo.

Fuente: El Libero