En 1992, James Carville, asesor del entonces candidato a la Presidencia Bill Clinton, acuñó la célebre expresión “¡Es la economía, estúpido!”, que pavimentó su impensado triunfo por la Casa Blanca. Mientras el Presidente Bush (padre) gozaba de una altísima popularidad y basaba su campaña en sus triunfos en política exterior, Carville le recordaba a Clinton que elementos como el crecimiento económico y el empleo tendrían mayor incidencia en el voto, en un país precedido por una recesión y fuerte ajuste fiscal.
Hoy en Chile, con episodios de violencia en descenso y una crisis política que parece encauzarse, lo que viene ahora es un duro golpe económico. El Imacec de -3,4% en octubre (la peor caída mensual en más de 10 años), las cerca de 15 mil PYME afectadas, un comercio devastado y proyecciones de desempleo de dos dígitos, son sólo un anticipo de la cuenta que deberá pagar el país.
Las señales políticas hasta el momento han sido equívocas, generando incertidumbre. Así como se ha reivindicado la política de los acuerdos en materias sociales y fiscales, vemos otras señales preocupantes, como que la condena irrestricta a la violencia tardó mucho tiempo y la reflexión sobre Chile se ha centrado en lo negativo y pendiente, sin un esfuerzo por destacar también aquello que nos ha permitido progresar y generar bienestar las últimas décadas. Si sólo nos deshacemos en mea culpas e intentamos acomodarnos a cómo de lugar al ruido de la calle, estaremos partiendo de un diagnóstico errado para pensar el Chile futuro.
¿Qué ocurrirá con la cuenta de mediano y largo plazo? Pienso que dependerá de cómo el país sortee tres riesgos políticos muy sensibles a la economía.
El primero es de forma. No se trata de una Nueva Constitución en sí (en caso de que gane esa opción), sino de cómo se lleve el proceso. Este asunto, más que técnico, es de voluntad política. Un proceso conducido con seriedad, espíritu republicano y que honre el quórum de 2/3, puede significar una oportunidad. Pero un proceso que parta con una “hoja en blanco”, ánimo refundacional y donde quien hace más ruido impone sus términos, puede terminar muy mal. Este riesgo es el más relevante para el comportamiento de la inversión: la línea entre la expectativa de cambio y la incertidumbre de un descarrilamiento sigue siendo tenue.
El segundo riesgo es la normalización de la violencia como forma de presión política. En violencia confluyen muchos elementos, desde el generacional, donde los jóvenes concentran el apoyo a medidas de fuerza e ilegales como las evasiones masivas al Metro, hasta realidades antes invisibles, como el aumento del narcotráfico, el anarquismo y una posible influencia extranjera del crimen organizado. De esto último sabemos poco; su origen, financiamiento, magnitud. De no enfrentarse a tiempo, esta amenaza puede comprometer la capacidad de la sociedad de resolver pacíficamente sus diferencias, quedando a merced de grupos bien organizados y financiados.
Finalmente, el populismo legislativo, que corroe silenciosamente nuestras instituciones y daña las políticas públicas, es el tercer riesgo. Una diputada que desafía al gobierno luego de incumplir la Constitución, o la rebaja de un 50% generalizada para parlamentarios y altos directivos públicos, son ejemplos de la falta de sentido de responsabilidad. Este populismo actúa con desesperación y oportunismo, dejando de lado la deliberación necesaria en el debate público.
La economía será el termómetro de cómo estamos haciendo las cosas. No conoce color político y no firma pactos con derechas o izquierdas, sino con buenas políticas públicas, instituciones sólidas y reglas estables.
Fuente: Diario Financiero