“Hemos constatado que hay esquemas de corrupción que funcionan de forma casi inherentes al sistema político”. Así resumía el presidente de la Orden de Abogados de Brasil, Claudio Lamachia, la crisis política de su país ¿Podríamos pensar que la corrupción es una industria en sí misma en algunos países? ¿Hemos dimensionado que estas prácticas son la principal causa de la crisis de confianza pública a nivel mundial?
No hay evidencia suficiente si los niveles de corrupción han aumentado o disminuido en la actualidad. Lo que sí sabemos es que prácticas desconocidas o aceptadas en el pasado hoy son públicas y no toleradas. La transparencia y la facilidad de coordinación en las redes sociales han transformado en una “casa de vidrio” a los gobiernos, quedando expuestas actividades que en el pasado se encontraban en la más absoluta opacidad. La corrupción dejó de ser un tema de discusión de elites, pasando a ser una preocupación concreta de los ciudadanos.
El impacto de estas prácticas es real y tangible, con un tremendo costo social. Cuando la confianza pública en las instituciones se debilita, los países sufren una suerte de paralización y las inversiones disminuyen, comprometiendo el desarrollo. Por otra parte, el desvío de fondos públicos afecta la asignación de recursos escasos: pensemos cuánto se podría haber hecho en salud, educación o calidad de servicios públicos, con los millones de dólares defraudados en el caso Petrobras. Finalmente, si la acompañamos con prácticas clientelistas, la corrupción limita la participación de nuevos actores en licitaciones y concursos públicos.
Sin embargo, una de las complejidades del fenómeno de la corrupción es la diferencia entre la percepción y la realidad sobre estos hechos. Un caso sintomático fue la encuesta CEP de junio de 2016, que por primera vez ubicó a la corrupción como una de las principales preocupaciones, sólo superada por la delincuencia y salud. En percepción, los encuestados señalaban que entre un 70 y 80% de los políticos o funcionarios públicos estaban involucrados en casos de corrupción, mientras que en los hechos concretos un 80% declaraba que nunca o casi nunca un funcionario público le había pedido o insinuado una coima. Sin duda, con bajos niveles de confianza pública, esta asimetría es cada vez mayor.
Lo positivo de esta mayor percepción de corrupción es una ciudadanía más alerta frente a conductas ilícitas como el tráfico de influencias o soborno, existiendo mayor control social que en el pasado. Eso constituye una amenaza al corrupto. Lo negativo es la tentación de calificar como corrupción actos que no lo son, amparado en esta falta de confianza. Así, las gestiones de lobby, el paso de un funcionario público al sector privado o la mera existencia de un conflicto de interés son puestos en el mismo saco de la corrupción. En ese contexto, los líderes de opinión tienen una especial responsabilidad de no ser propagadores de la desconfianza pública, separando muy claramente aquellos hechos que sí constituyen corrupción con aquellas prácticas legítimas en una democracia.
Nuestro país ha tenido avances importantes en materia preventiva. A los esfuerzos de transparencia y acceso a la información, se suma en el último tiempo la agenda de probidad y transparencia que incluye un conjunto de medidas legales y administrativas para dotar de mayor integridad el funcionamiento de la política y su relación con el mundo privado. Si bien las leyes no solucionan completamente el problema, sí contribuyen a crear un nuevo rayado de cancha para la política, el Estado y su relación con otros grupos, generando un cambio cultural gradual.
En el combate a la corrupción, Chile tiene desafíos. El primero es poner foco en las áreas más riesgosas. Así, las compras públicas, las municipalidades y los partidos políticos, hoy receptores de recursos públicos por ley, debieran ser el centro de atención. Lo segundo es la sostenibilidad en el tiempo de estos esfuerzos. Sin voluntad política ni supervisión, muchas de estas leyes de probidad caen en el relajo y se convierten en letra muerta. Si logramos darle continuidad y visibilidad a estas agendas, más allá de una reacción a escándalos determinados, podemos convertir a Chile en un referente para América Latina.
Fuente: Diario Financiero