La relación entre Estados Unidos, China y Rusia es más disfuncional que nunca”, decía un pesimista secretario general de la ONU en 2020, en el aniversario de las Naciones Unidas en plena pandemia del covid-19. Un anticipo de un orden internacional cada vez más tensionado, donde potencias emergentes como China reclamaban un mayor protagonismo, Estados Unidos intentaba equilibrar su agitado panorama doméstico con su influencia global y Rusia continuaba transformándose en un actor incómodo para Occidente. Distintas “placas tectónicas” en movimiento que terminaron con el terremoto de la reciente guerra de Rusia en Ucrania, en pleno siglo XXI.
Esta ilegítima acción militar, inesperada por su intensidad y duración en el tiempo, abre muchas interrogantes, pero una de ellas es más bien una constatación de la realidad: el sistema internacional, como lo conocemos, no da para más. La poca relevancia de la ONU en el conf licto actual, cuyo Consejo de Seguridad se encuentra paralizado, se suma a las dificultades en el pasado de otros organismos como la OMC ante la guerra comercial y la hasta hace poco cuestionada (y hoy revitalizada) OTAN, donde el propio Trump y Macron llegaron a calificarla de “obsoleta” o con “muerte cerebral”.
La impotencia del sistema internacional –nítida en la guerra actual– ha sido incapaz de controlar los ímpetus rusos, así como en el pasado no pudo contener la confrontación comercial sino-americana ni la invasión de Estados Unidos a Irak. La cruda realidad es que este orden internacional basado en reglas es incapaz de frenar la voluntad de una potencia; solo otra potencia o un conjunto de ellas puede hacerlo. La pérdida de relevancia del ordenamiento internacional también se manifiesta en la forma de actuación de las potencias aliadas contra Rusia: Una acción colectiva, incluso coordinada a nivel de sanciones económicas y apoyo militar a Kyev, pero sin mayor comunicación con organismos internacionales como la ONU. Esta forma de actuación, donde los organismos y el derecho internacional se transforman en meros espectadores, envuelve riesgos, especialmente para naciones pequeñas y medianas que quedan a merced de “la ley del más fuerte”. ¿Cómo combatir esta creciente incapacidad del sistema internacional? Primero, hay que partir por la autocrítica de las propias organizaciones. Excesiva burocracia para administrar presupuestos, problemas de accountability en la cooperación internacional, falta de diversidad política y una agenda muchas veces distante de los ciudadanos. Los organismos siguen operando bajo la misma lógica de las últimas siete décadas, pero poco conectada con los nuevos tiempos. El segundo desafío, y fundamental, es el de las propias potencias. Al final del día, una nueva arquitectura en el orden internacional será el resultado de lo que las potencias quieran que sea. Los organismos internacionales son relevantes en la medida que cuentan con el compromiso de estas y el derecho internacional se revitalizará siempre y cuando los grandes partan predicando con el ejemplo. Esto significará concesiones de lado y lado, reconociendo el rebalance del poder en las últimas décadas, pero trazando líneas más claras en materia de seguridad y defensa de los derechos humanos.
La disfuncionalidad actual hace difícil acometer esta tarea. Pero no queda otra alternativa. No solo las aflicciones actuales de la guerra, de la pandemia y de una frágil economía requerirán coordinación global. Lo serán también la crisis humanitaria, las nuevas estrategias de seguridad alimentaria y energética, el desarrollo sostenible o la lucha contra las nuevas formas de terrorismo. Ninguna de estas tareas se puede abordar con éxito en la disfuncionalidad de estos tiempos. Y mientras el mundo siga avanzando hacia su fragmentación y la percepción de desorden siga aumentando, la contención de riesgos bélicos será cada vez más difícil. Que la tragedia actual sirva de lección.
Fuente: Revista Universitaria UC