La figura de la soberana británica Isabel II, recientemente fallecida, ha devenido en icónica de la historia contemporánea. No sólo por los setenta años como la máxima autoridad del Reino Unido, sino también por su impronta personal, liderazgo y talento político, atributos que la acompañaron hasta el último día simbolizando la dedicación, neutralidad y coherencia de su accionar.
No es extraño, entonces, el surgimiento de teorías, interrogantes o reflexiones sobre su sucesor, el futuro de la monarquía o el destino que tendrá la Mancomunidad de Naciones (Commonwealth), agrupación nacida al amparo de la Corona luego de la desintegración del Imperio Británico. Ciertamente, será un referente para analizar un nuevo ecosistema geopolítico global que no termina de fraguar por múltiples razones.
Ciertamente, la experiencia enjundiosa de Isabel II se transformará en fuente de inspiración para cualquier gobernante del nuevo ciclo civilizatorio, pues enfrentó con serenidad y suficiente motricidad fina momentos cruciales de la hibridez cultural en que estamos insertos como sociedad.
En ese contexto, una mirada retrospectiva de la historia puede ayudar a entender mejor el recogimiento británico y admiración mundial hacia la monarca, expresados en los diez días que mediaron entre su muerte en Escocia y las exequias en el Castillo de Windsor. En todo caso, la majestuosidad de la Corona se asocia a una historia rica en acontecimientos y pródiga en resultados, donde la actividad de Isabel II desde su entronización inesperada en 1953 ha tenido un ritmo singular.
En efecto, pese a su juventud, supo interactuar con altos dignatarios locales y extranjeros, marcando hitos importantes en la agenda global desde la mitad del siglo XX. Enfrentó con decisión las secuelas de la Segunda Guerra Mundial, la Descolonización, las vicisitudes de la Guerra Fría, la irrupción de la Globalización,el “Fin de la Historia”,Referéndums soberanistas, un estrepitoso “Annus horribilis” y el mismísimo Brexit con el correlato y vicisitudes del ingreso de Gran Bretaña a la Unión Europea. Se suman su actuación en los Juegos Olímpicos de Londres y su Jubileo de Platino, donde mostró cercanía con la gente con simpatía y sentido del humor. En todas, si bien estuvo en juego el prestigio del Reino Unido como actor relevante de la agenda mundial, demostró condiciones de gestión y manejo del poder, además de un sentido de adaptabilidad destacable.
En consecuencia, resulta oportuna una reflexión sobre su deceso que suma la majestuosidad del protocolo, la devoción de la ciudadanía al rendirle tributo, el nivel de las delegaciones participantes y el peso de la tradición, que dieron realce al espíritu británico en tiempos de desorden, convulsión, tendencias de cancelación y desdén por la institucionalidad, teniendo en cuenta que reconstruir un sistema internacional ha sido un reto implícito en las demandas sociales también en Gran Bretaña.
Allí se dimensionan los 70 años de estabilidad que irradió su reinado, además de las fortalezas y dificultades que se insertan y contrastan como ímpetu innovador o puntos de quiebre, que desafían un andamiaje institucional todavía “westfaliano”. Como señaló un académico británico, tras el fallecimiento “fue una semana de meditación que incluso afectó a muchos de nuestra mayoría silenciosa. Siempre algo apática y desconectada de la cosa pública, de todas formas se notó la desaparición de la Reina como un cambio”.
A título ilustrativo, vale recordar que a fines del siglo XIX se conmemoró el Jubileo de la Reina Victoria, quien, a la sazón, se convertía en la monarca que más tiempo había reinado Gran Bretaña. Ese día los vítores y aplausos no fueron óbice para que el “sol se detuviera” ante el máximo apogeo del Imperio Británico y la soberana se posicionara como referente.
125 años después, se exhibió nuevamente un féretro real, ahora de Isabel II –quien superó con creces el reinado de su bisabuela–, pero ante una Gran Bretaña moderna y democrática, que se cubría de la calidez de una ciudadanía que respeta y simpatiza con la Monarquía constitucional que la Reina contribuyó a robustecer como símbolo del poder blando del Reino Unido. Así las cosas, el desafío para su sucesor Carlos III es proporcional a lo que ella aportó.
Fuente: Realidad y Perspectivas