Conmemorar algún acontecimiento destacable es una oportunidad para apelar a la historia y reflexionar sobre la vida de las personas y los Estados en cualquier punto del orbe. El sesenta aniversario de la encíclica Pacem in Terris (1963) avala este aserto. Al repasar su contenido, se advierte que no solo conserva su frescura y rigor, sino que pervive su legitimidad por haber avizorado el panorama mundial de hoy tantos años antes y, también, por su capacidad de proponer el diseño de un Nuevo Orden Internacional, con la carga de responsabilidad que significa confrontarse con lo novedoso.
Sin perjuicio de la evolución del mapa geopolítico en las seis décadas transcurridas desde entonces, la afanosa búsqueda de una convivencia armónica en momentos de tensión cruciales de la historia contemporánea se mantiene como un objetivo estratégico, y el desafío de alcanzarlo adquiere proporciones inconmensurables.
Los cambios paradigmáticos propios del tercer milenio interpelan a una sociedad atrapada en la disyuntiva de “cooperar o perecer”, donde la necesidad de vigorizar la capacidad institucional de promoción de la paz y la seguridad internacionales, así como la sanidad del planeta, no es algo que se transforme automáticamente en acciones y políticas. Se requieren recursos múltiples y adicionales para sintonizarse con los propósitos de quienes tienen mayor influencia en el diseño de la agenda global e, idealmente, sumarse a la consecución de tales objetivos.
En esa línea, Pacem in Terris mantiene plena vigencia. Releerla constituye, además de un agrado, un ejercicio didáctico de sensibilidad política para la búsqueda de fórmulas de inserción en un nuevo escenario (orden) global. Discernir qué deseamos preservar del antiguo orden es un reto filosófico, pues implica dejar atrás relatos parciales o sesgados, en beneficio de reestructurar la columna vertebral de la historia, ahora en modo online para conjugar personajes y hechos relevantes, capaces de activar sincronías entre distintos sectores del quehacer mundial. En otras palabras, significa responder asertivamente quiénes somos en realidad (identidad), pero situados a una cuadra del siglo XXI cargada de adelantos tecnológicos transformadores, y no en el pasado.
Basta reproducir uno de los tantos acápites neurálgicos de este texto papal para inspirar una drástica y definitiva corrección o, simplemente, el reemplazo del andamiaje legal e institucional, a fin de aglutinar las demandas de una modernidad atizada por el metaverso y la inteligencia artificial. Ciertamente, las personas tienen el derecho de vivir en un entorno que continúe siendo humano. Aquella frase condensada en la encíclica que señala “para prevenir desequilibrios, gobernar la economía, promover la paz, desterrar la guerra y cuidar el Medio Ambiente, con el apoyo de la verdad y la justicia”, resulta muy decidora para encauzar el cambio por senderos sólidos.
Juan XXIII, el pontífice diplomático, progenitor del histórico Concilio Vaticano II, señalaba que las relaciones internacionales debían erguirse sobre la fraternidad, la armonía y el sentido social. Este tridente de requisitos todavía puede influir en momentos desafiantes para la convivencia, con el agregado de que algunos pasajes, de manera premonitoria, dejaban entrever lo tenue de la línea divisoria entre lo doméstico y lo exótico, algo que un visionario cientista político acuñó como espacio “interméstico”, un concepto que mantiene su actualidad en el contexto estratégico que se ha configurado al amparo de la digitalización de las comunicaciones.
Como corolario, surge la interrogante de ¿cómo sentarnos a pensar el mundo del futuro? Las indicaciones son nítidas, pero las herramientas ordenadoras del debate, escasas. En consecuencia, el acoplamiento de los sistemas nacionales e internacionales debe articularse siempre en favor de la persona humana, sin generar dicotomías entre Derechos Humanos, Democracia y Medio Ambiente. La encíclica Pacem in Terris así lo expresa. Hay ahí otro aspecto pertinente para realzarla a sesenta años de su publicación, en estos momentos en que, a diario, observamos estremecidos el impacto de guerras terribles.
Fuente: El Mostrador