Hace un mes, en esta misma columna con el título "El flagelo de los refugiados", resaltaba la tragedia que viviría el mundo como efecto de la situación que comenzaba a tornarse crítica. A esa fecha, el desplazamiento forzado de personas alcanzaba la cifra más alta después de la II GM.
En las últimas semanas, hemos sido testigos de testimonios desgarradores de miles de familias que desesperadas buscan mejores condiciones de vida en países alejados de aquellos de su origen. Cada uno de ellos deja atrás el lugar de sus ancestros, abandonan sus círculos familiares o de amistades, se alejan de los paisajes que conocieron sus ojos desde que nacieron, pierden bienes o propiedades que pudieron haber tenido. Sin embargo, el miedo y la precariedad de la forma en que vivían constituyen razón suficiente para buscar un entorno que les brinde una mejor condición de vida.
La magnitud del problema que enfrenta Europa y los efectos que provocan las migraciones masivas desde Siria, Afganistán, Irak, Sudán y otros países, es distinta a lo que hace migrar a miles de personas en América Latina. Sin embargo, hay un elemento en común. Este recae en que esos seres humanos llegan a países donde, por una parte, deben enfrentar una forma de vida distinta a lo que constituía la propia de su cultura y por otra, la sociedad del país receptor siente el impacto de la convivencia con personas cuyas características se alejan de las que tradicionalmente reconocen como propias de su identidad nacional y cultural.
Chile no está ajeno al fenómeno descrito. En nuestro país en 1982 el censo daba cuenta de un 0,7% de población extranjera, mientras que en 2014 la cifra arrojaba un 2,7% con un total de 477.553 personas. Son peruanos, bolivianos y colombianos quienes en mayor número han buscado aquí un destino para desarrollar su vida. Toda proyección indica que la tendencia de extranjeros conviviendo con nosotros será al aumento. En los países OCDE, los migrantes alcanzan una proporción de un 10% de sus poblaciones.
Es por ello que resulta imperativo desarrollar en el país el concepto de inteligencia intercultural. Un reciente Seminario de nuestra Universidad trataba esta tendencia emergente. En él, llamábamos a incorporar este concepto a nuestro cotidiano y poníamos de manifiesto la necesidad de visualizar a los extranjeros no sólo como turistas o intrusos en nuestro territorio. Son ciudadanos de un mundo con quienes compartimos en nuestras oficinas, escuelas, universidades, en el café de la esquina y en nuestros hogares. De allí que resulta vital desarrollar la capacidad para actuar en y con diferentes personas y entornos culturales. Está probado que son exitosos los países y las sociedades que logran aplicar este concepto al quehacer de las interacciones sociales, educacionales, comerciales y otras, donde desarrollar estas capacidades genera efectos positivos en todo ámbito.
Nuestro actuar a nivel nacional da cuenta de situaciones que exigen asumir que, con respecto al tema, queda mucho por avanzar. El desafío es incorporar esas visiones al quehacer de emprendedores, empresarios y chilenos en general, en una forma tal que se potencien mutuamente, evitando barreras o actos que discriminen o trasgredan los derechos de los extranjeros que se avecindan en Chile y que incrementen las complementariedades que se producen como efecto de agregar a nuestra forma de ser habilidades, destrezas o formas de vida que nos enriquecerán como sociedad.
Desarrollar una inteligencia intercultural exige comprender nuestras raíces, pero al mismo tiempo interpretar, respetar y valorar las raíces culturales de otros. Es necesario desarrollar una habilidad cultural que, sin dejar de ser auténtico, se abra a un ajuste a las diferencias y a un desarrollo de conductas que armonicen distintas visiones, potenciándose mutuamente con un sentido de respeto. En el fondo, se trata de respetar para ser respetado; integrar, para ser integrado. Nuestra historia da cuenta de cuánto efecto positivo ha tenido para Chile actuar de esa forma. Si transitamos en esa dirección, seremos mejores chilenos.
Juan Emilio Cheyre - Director Centro de Estudios Internacionales
Fuente: Diario Financiero