"...nadie que visite Chile se lleva la imagen de una inminente ruptura ni podría sacar la conclusión de que atraviesa por una de las mayores crisis de su historia. Este país no es Honduras después del golpe de Estado, ni Venezuela en la actualidad. No es el Chile de 1973 ni de 1891...".
José Miguel Insulza
Chile no parece un país en crisis. Todo funciona como siempre: la mayoría de la población trabaja normalmente, los bancos, los negocios, las oficinas, las escuelas, atienden diariamente. Cuando la gente protesta en las calles, lo hace con menos frecuencia y violencia que en otros países. Nadie que visite Chile se lleva la imagen de una inminente ruptura ni podría sacar la conclusión de que atraviesa por una de las mayores crisis de su historia. Este país no es Honduras después del golpe de Estado, ni Venezuela en la actualidad. No es el Chile de 1973 ni de 1891.
Pero nuestra imagen de normalidad contrasta con los diagnósticos severos que se escuchan a diario. La gente no está contenta con el funcionamiento de sus instituciones públicas y critica abiertamente a quienes ejercen esos poderes. El disgusto no tiene que ver solo con hechos de corrupción. Detrás está también el lento crecimiento de la economía y la demanda ciudadana de reformas sociales que mejoren el acceso de los ciudadanos a la salud, la educación, la seguridad pública y el sistema de pensiones. La suma de crecimiento lento y mayor demanda social son aspectos fundamentales del malestar ciudadano.
Este tipo de disgusto es hoy común a muchas otras sociedades. Pero en Chile tiene algo paradojal: los encargados de resolver esos problemas son los que más proclaman el colapso inminente. Hace un par de días veíamos las Convenciones en Estados Unidos: la oposición republicana califica duramente la situación como una profunda crisis. Por su parte los demócratas, que están en el gobierno, cierran filas en torno a su Presidente y su candidata para defender lo que han hecho, sin por ello negar la existencia de dificultades. En Chile, en cambio, los protagonistas de un pasado reciente lleno de realizaciones proclaman una crisis casi terminal, que de pronto se habría apoderado de la nación que juntos construimos. Una nación que todavía tiene el mayor ingreso per cápita de América Latina, donde la pobreza afecta a menos de un 10% de la población; la infraestructura más moderna de la región; sus cuentas fiscales en orden; proporciona educación a todos los niños y niñas en edad escolar; exhibe las menores tasas de criminalidad de América Latina, y se abre al mundo con una envidiable presencia internacional.
Las cosas se complican cuando se habla de crisis institucional. La última vez que se habló así fue en medio del escándalo MOP Gate, cuando alguien sugirió la posibilidad de que el gobierno no concluyera su mandato, palabras mayores que significan cuestionar la continuidad del proceso republicano. Ante ello se reaccionó de manera saludable en 2003. Todas las instituciones de la República han sido transformadas sustantivamente en los últimos años: el fin del binominal transformará el Congreso; la Reforma Procesal Penal cambió la justicia; la reforma constitucional de 2005 eliminó los enclaves autoritarios; existe una institucionalidad en materia de derechos humanos; incluso el Poder Ejecutivo fue transformado en 2003 y de nuevo en el gobierno actual, para superar problemas de transparencia, corrupción y relación entre dinero y política. Además de eso, el gobierno ha planteado un proceso de reforma constitucional para discutir, entre todos, las propuestas institucionales con la seriedad que corresponde.
Chile enfrenta problemas importantes que afectan su crecimiento y su desarrollo social, pero no está en una crisis institucional. La crisis es política o, si se prefiere, de los políticos, que prefieren buscar imágenes de carácter general antes que reconocer errores y limitaciones. La agenda ciudadana parece ser, en cambio, más terrenal que la de los políticos. No se configura en base a ideologías, sino a necesidades vitales. El caso reciente de la crisis del sistema de pensiones, denunciada en la calle por muchos miles de chilenos, debería llamarnos a reflexión. No sería de extrañar que de pronto ocurran manifestaciones similares exigiendo la reforma de la salud.
Donde antes hubo propuestas para enfrentar desafíos y alcanzar consensos mínimos, hoy prevalece el ánimo de confrontación, la degradación de todo lo realizado y la transmisión a la sociedad de estados de ánimo derrotistas, que no son propios de la sana política, que debe buscar solucionar los problemas de los ciudadanos y no aumentarlos. La política tiene por objeto conciliar intereses distintos en una sociedad compleja y desarrollar, a partir de ello, políticas públicas. Hacerlo puede requerir modificar algunas instituciones, pero principalmente saber usarlas para beneficio de todos.
El nudo de la cuestión radica en eso. No se trata solo de cambiar instituciones; los componentes básicos de la democracia serán siempre los mismos. Más bien es necesario que los poderes públicos sintonicen con los anhelos ciudadanos, para abordar los desafíos que ellos plantean: culminar la reforma educacional poniendo un mayor acento en la calidad y con una expansión progresiva hacia la gratuidad; reforzar servicios básicos de salud pública efectiva; abordar la reforma integral de las pensiones; atender exigencias de seguridad pública que provienen de todos los sectores sociales.
El reencuentro con el ciudadano común no será fácil ni rápido. No es cuestión de liderazgos individuales ni de cambios institucionales, sino de alinear las prioridades del mundo político con lo que la sociedad realmente exige de sus autoridades y sus representantes.
Fuente: El Mercurio