Por Joaquín Fermandois
Investigador Colaborador del CEIUC
Se conmemoran los cien años de la Revolución Rusa, acontecimiento trágico que proyectó su sombra a todo el siglo XX. Al poco tiempo el experimento ruso -soviético- había fundado no solo una sociedad humana radicalmente nueva como ninguna revolución lo había antes alcanzado, sino también se creaba el comunismo de manera casi instantánea en Europa, en América y en una parte de Asia. Sabemos cómo también tuvo una presencia simultánea en Chile, por la irradiación, por vinculaciones directas y por una corriente favorable a esa perspectiva que existía desde el 1900.
Después de 1945, con el triunfo de Mao en China y que una parte del mundo intelectual y cultural viera inevitable o deseable a los sistemas surgidos como emulación o que fueron impuestos, muchos creían que su triunfo final en el mundo era necesario e irreversible, se les temiera o se les apeteciera. Se decía que la revolución había sido el resultado de un proceso imparable y se expresaba un mensaje codificado de que en eso consistía el futuro radiante de la humanidad.
Como en tantas cosas, en la revolución hubo lo inevitable y también mucho de azar. Era claro que Rusia desde fines del XIX iba a pasar por un período de convulsiones; el mismo progreso acelerado que experimentaba carcomía al sistema político. Quizás hasta el zarismo hubiese sobrevivido; Nicolás II podría haberse desempeñado bien en el siglo XVIII, en un medio donde no se cuestionaba su legitimidad; da la impresión de que hubiese sido un excelente monarca constitucional, como los de Europa Occidental en el siglo XX. Naufragó en el torbellino de la Primera Guerra Mundial.
Lo más decisivo, la guerra debilitó al ejército zarista por derrotas, desgaste y descontento. La revolución de febrero (fue en marzo, pero en Rusia se usaba otro calendario) expresó ese malestar y derrocó fácilmente a la monarquía. El gobierno provisional, encabezado por liberales y socialistas moderados, apoyó la "democratización" del ejército, lo que obviamente lo destruyó. El poder recayó en los grupos armados. Como dijo un dirigente revolucionario, "el gobierno tiene la responsabilidad pero carece de poder; nosotros tenemos el poder y ninguna responsabilidad". No cabía duda quién se tomaría el poder, los bolcheviques con Lenin en la revolución de octubre (noviembre, ídem). Construyeron la primera y más simbólica experiencia totalitaria del siglo XX, un colosal derroche de energía con sus creaciones y exterminios. El radicalismo ya estaba anunciado con el cruel asesinato de la familia imperial en 1918 y de todos sus acompañantes.
La sociedad soviética no fue creativa en nada que no estuviera en otra parte, aunque con mucha propaganda asumida como verdad por tanto intelectual crítico. Aparecía como una perfecta "aldea Potemkin" (el favorito de Catalina la Grande, se decía que prefabricaba aldeas perfectas para mostrar el progreso), una sociedad congelada en lo demás, y amurallada como todo sistema marxista, no para que no llegara nadie (nadie inmigraba), sino para que nadie saliera. Para mí, lo más decisivo es que hasta el mismo pensamiento marxista fue aniquilado. Una vez derrumbado el régimen, la Rusia de Putin corresponde al nacionalismo más extremo del zarismo, desprovisto de la gracia de este último.
Se puede decir que sin la revolución de octubre hubiéramos tenido la misma historia ideológica a lo largo del siglo XX. Existía un marxismo revolucionario antes de 1914, así como las otras expresiones propias a esta era, al menos en germen. El triunfo de Lenin, sin embargo, le daría rostro y desgarro a todo el globo en el siglo de las guerras mundiales y de la Guerra Fría.
FUENTE: El Mercurio