Hace menos de un mes escribía aquí sobre “Latinoamérica y la eterna promesa”, criticando la tendencia de nuestra región a ceder fácilmente a la promesa de una mejor nación y luego culpar al resto por no cumplirla. Fue cuando veíamos con total distancia eventos como las violentas protestas en Ecuador y la crisis institucional en Perú.
Todo cambió. Lo que comenzó con el llamado a una evasión masiva del pago del Metro, terminó con un estallido de violencia y vandalismo que nos dejó perplejos a todos. La democracia más estable y economía más próspera de la región había quedado offside. Luego, lo que todos vimos: daños económicos, golpe al comercio y suspensión de las cumbres de APEC y COP25, con el consiguiente daño a la imagen-país.
¿Sigue siendo Chile una excepción en América Latina? Pienso que sí, pero mantenerse dependerá de la salida a la crisis que estamos viviendo.
El contexto mundial no ayuda. Frenazo sincronizado de la economía global, con caída del comercio mundial, baja en la producción manufacturera y eventos geopolíticos. Latinoamérica ha seguido esta línea, proyectándose como la región que menos crecerá en el mundo este año (0,2% del PIB), con una deuda pública que se acerca al 80% del PIB y sin el súper ciclo de los commodities. Así, el contexto actual es un cóctel explosivo para acelerar la rabia social.
Por si esto no fuera suficiente, la región arrastra además problemas estructurales. ¿Chile se sumará a esta lista?
Primero, la región sufre de una debilidad institucional endémica, caracterizada por un Estado de derecho débil y gobernanza deficiente. Latinobarómetro ya advierte que ninguna de las instituciones del Estado fundamentales para la democracia supera el 25% de confianza. Nuestros indicadores de confianza pública vienen a la baja, especialmente a partir de los casos de corrupción en 2015, pero aún exhibimos una capacidad institucional más robusta que el promedio de la región. Este es un examen que sólo aprobaremos si la salida al conflicto se da con pleno apego a los canales institucionales.
Lo segundo es la inestabilidad política permanente. Bolivia en crisis por un supuesto fraude en las elecciones de Evo Morales; Perú con un Congreso enfrentado al Presidente; López Obrador lidiando en México con nuevos episodios de violencia vinculados al narcotráfico; Colombia con protestas frente al descontento económico; Argentina con la incertidumbre del regreso del kirchnerismo que tanto condenó hace pocos años, etcétera. La estabilidad política ha sido un activo-país para Chile, pero una prolongación del conflicto y la imposición de visiones constructivistas que buscan un “nuevo modelo” son una amenaza.
Finalmente, la falta de creatividad de los países para enfrentar nuevos desafíos -como la migración, la corrupción transfronteriza o nuevas exigencias sociales- está impacientando aún más a las sociedades. Hoy gobernar es más complejo; importa mucho más el cómo (diálogo, empatía y participación) que la sola efectividad del resultado. Muchas demandas son inorgánicas, con grupos poco identificables, más emocionales que ideológicos. Acá se juega la cancha de la sostenibilidad de los gobiernos futuros.
No erremos el diagnóstico. Chile ha tenido enormes progresos los últimos 30 años que nos transformaron en un referente para la región. Debemos pensar las próximas tres décadas y corregir las deficiencias, pero sin dejarnos llevar por la falsa tentación de la Tierra Prometida. Sólo así podremos mantener el “excepcionalismo chileno”.
Fuente: Diario Financiero