A principios de octubre de este año, Samuel Paty, profesor de un colegio a 30 kilómetros de París, 47 años y un hijo, enseñaba a sus alumnos educación cívica, asignatura obligatoria. En una clase abordando la libertad de expresión, donde mostró algunas caricaturas del Profeta Mahoma.
Sabiendo que estas imágenes podrían resultar ofensivas para sus alumnos musulmanes, Paty les dio la posibilidad de no verlas o salir de la sala.
El colegio recibió quejas, pidieron su salida y hubo llamadas amenazantes. A causa del temor, el profesor tuvo que cambiar su ruta habitual para ir al colegio.
El viernes 16 de octubre, Paty terminó su clase y yendo hacia su casa, fue interceptado por un joven checheno de 18 años y sin antecedentes previos de radicalismo, luego de confirmar su identidad con alumnos, decapitó al profesor, gritando consignas a favor de Alá.
13 días después, un joven tunecino de 21 años entró a una iglesia en Niza y -mientras gritaba “Alá es grande”- decapitó a una feligresa de 60 años, mató a un sacristán de 55 años luego de un corte profundo en su garganta y dejó gravemente herida a una mujer brasileña quien luego falleció.
Lamentablemente, estas escenas no son nuevas para Francia, que desde el año 2010 ha sufrido una veintena de ataques terroristas que han causado la muerte de 270 personas.
Pero, ¿por qué Francia?
Una explicación es el choque cultural. Por un lado, Francia es un símbolo de una laicidad pura y dura y la igualdad total entre sus ciudadanos y, por otro, un islamismo radical que pretende un separatismo extremo al punto de señalar que las reglas del Islam son superiores que de la República gala.
Siendo un poco simplista, la discusión podría problematizarse así: ¿cómo es que un país con valores occidentales -Francia en este caso- convive con un grupo de personas que no quieren integrarse y rechazan de modo explícito su forma de vida? Es decir, ¿cómo asimilar a grupos que no quieren?
Para aterrizar el problema, es un buen ejemplo las sucesivas leyes en 2004, 2010 y 2019 que pretenden prohibir a las mujeres usar el burka (vestido que cubren todo el rostro, incluido los ojos) o el niqab (que deja solo los ojos al descubierto) en instalaciones públicas, como colegios, transportes u oficinas.
En esta discusión, confluyen temas como el lugar de las mujeres musulmanas en el mundo occidental, oposición entre comunitarismo y la asimilación, y la amenaza islamista radical y una posible islamofobia.
Francia intenta hace años responder a dos preguntas: ¿Cómo prevenir estos ataques? y ¿cómo se puede combatir el islamismo radical?
Francia ya ha declarado la guerra en contra del islamismo radical: han pedido a la Unión Europea mayor control en las fronteras, ha cerrado mezquitas y disuelto asociaciones donde se cree que existen grupos radicales, rastreado a más de 18.000 jóvenes radicalizados, ha identificado imanes que predican odio en contra de los valores franceses, han prohibido el financiamiento desde el extranjero, ha pretendido aprobar leyes que permitan la censura de cuentas en redes sociales, hasta incluso se llamó al embajador francés en Turquía.
Sin embargo, estas medidas también han contribuido a aislar aún más a estos jóvenes musulmanes, que viven en pobreza, no desertan el colegio ni trabajan. Además, existe una dificultad evidente para detener estos ataques terroristas porque es casi imposible de detectar: estos loups solitaires (lobos solitarios) son radicalizados en redes sociales y, armados solamente con cuchillos o autos, están dispuestos a asesinar.
Previo a estos ataques, a principios de octubre, el Presidente Macron anunció un plan integral para combatir el islam radical: escolaridad obligatoria de todos los niños en barrios radicalizados, más horas de árabe en los colegios, modificar los criterios para facilitar el acceso a viviendas sociales, imanes formados en Francia y obligación de las mezquitas de inscribirse en una estatuto de asociación particular para un mayor control, entre otras medidas.
Es un problema complejo, con muchas facetas y solo el tiempo dirá si el presidente Macron tuvo razón.