Lo que ocurrió hace una semana en el Capitolio de los Estados Unidos no debería sorprender. De hecho, llama la atención la súbita indignación con los que algunos reaccionan cuando todo ya ocurrió. Tal como se sostiene en el libro de Steve Levitsky y Daniel Ziblatt “Como Mueren las Democracias”, la erosión de las instituciones democráticas es lenta, muchas veces imperceptible. Cuando la turba arrasó con gente y edificios ya era tarde para hacer la reflexión. Es el drama del que cree que las crisis son de otros, que lo sabrá manejar, que es inmune porque sabe antes qué y cómo hacer para salvarse de la tragedia.
Esta es una debacle que comenzó hace diez años atrás en el Partido Republicano. La colectividad de Lincoln sucumbió al populismo. Primero a los del “tea party” y supuestos libertarios que querían desregular todo. Después vino el verdadero problema representado en Donald Trump. Simplón, de discurso apegado a lo que las hordas de indignados que quedaron fuera del progreso querían oír. Nacionalista, burdo, inculto. Sin embargo, un seductor, porque habla el lenguaje de la gente, sabe entretener y entiende de ratings televisivos.
Pero el Presidente Trump no es el culpable de todo lo que ocurrió. El viejo dicho de “para qué me invitan si saben como me pongo” aplica de manera perfecta. El problema es de toda una institucionalidad que fue dejándose seducir por un personaje carismático, al que creían poder dominar. Entre tanto la maquina de ganar votos no paraba de aumentar los beneficios. La derrota de la archi enemiga demócrata Hilary Clinton fue el punto de inflexión. Todos lo amaron. Logró devolverlos al poder. La seducción pasó al amor, y del romance pasaron a ser dominados.
Ese fue el problema. Al final, los verdaderos conservadores norteamericanos fueron los expulsados del poder y de la influencia. Un irresponsable que entregó el manejo de la economía a tipos que sabían, pero que olvidaron el valor del liderazgo de la política y del pensamiento estratégico. Por eso pudo resistir mientras las aguas estuvieron calmas.
Llegó la hora de las políticas públicas. Era el momento de la política con mayúscula. Pero a esta coyuntura de la historia no llegó el Presidente Trump. Apareció el autócrata que siempre fue. Surgió el niño taimado de negocios oscuros en el terreno inmobiliario de Nueva York. Entonces, los seducidos pasaron a ser secuestrados y algunos incluso con síndrome de Estocolmo.
Estamos a algunos días para que el fin de la pesadilla de los norteamericanos comience a terminar. El problema es que se acaba Trump pero no el trumpismo. Eso tomará un tiempo más largo. La lección de la semana pasada es que cuando creemos que tomar edificios, no respetar las reglas, hacer el camino corto y el populismo no son peligrosos, los costos se pagan por generaciones. Que sea una lección para aprender en esta angosta y lejana faja de tierra. Para todos los pequeños Trump que comienzan a crecer en ambos extremos del espectro político. Aún estamos a tiempo. Esperemos que sí.
Fuente: La Tercera