Los norteamericanos dejaron Afganistán de la misma manera que muchas otras potencias. Termina una guerra de 20 años que comenzó con los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, con los ataques a las Torres Gemelas en Nueva York y al Pentágono. Terminan en la misma tragedia con la que comenzó. Muerte y sufrimiento de los más débiles.
En esa época yo era ministra de Relaciones Exteriores. Durante ese trance histórico vimos como el conflicto derivó en la Guerra de Irak, y finalmente, nunca más el mundo Occidental fue capaz de ponerse de acuerdo en que lo primero era terminar con el terrorismo. Nunca se entendió la postura de países como el nuestro en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Siempre dijimos que el problema en Bagdad se podía solucionar de otra forma. La historia algo enseña y que una guerra de desgaste solamente traería problemas.
Avanzando dos décadas, es necesario entender que la retirada de Afganistán se produce por años de no enfrentar el problema del fundamentalismo. El mejor ejemplo es como la construcción institucional que vino después de la primera derrota talibán tenía pies de barro. La estructura no resistió. Más grave todavía, continuaron dando crédito a una administración que está dentro de los gobiernos más corruptos y carentes de escrúpulos de los últimos años. Es verdad que mejoraron las condiciones para mujeres y niños en el país, sin embargo, era insostenible un régimen donde las elecciones eran viciadas, donde el estado de derecho era una pantomima y lo único que no había era estabilidad institucional. Finalmente, son esas mujeres y niñas las primeras en ser abandonadas, no solamente por la comunidad internacional; primero y ante todo por el propio gobierno que les prometió nunca volver al horror del régimen talibán.
Estados Unidos dejó Kabul porque ya no tenía sentido seguir ahí. Era un desangre eterno. No podían resolver el conflicto porque los propios locales no tuvieron la voluntad. En esto, la decisión de retiro del Presidente Biden es lógica y no cabe mucho más. Sin embargo, la ejecución y desarrollo de los eventos es muy desafortunado. No se puede olvidar de la ecuación que la administración del Presidente Trump tiene la culpa de haber sentado a los talibanes en la mesa de negociación. Han demostrado no ser un socio confiable de nadie. No respetan los elementos más básicos del derecho internacional humanitario. Su récord de abusos no tiene casi parangón. Sin embargo, estuvieron sentados de igual a igual. El pecado del Presidente Biden es no haber alterado antes el curso de las acciones.
El gran drama es el futuro de todos los que quedan dentro de un régimen terrorista. Ese mismo que asola a todos los que viviendo en su país, simplemente no tienen donde ir o a quien recurrir. Esa es la obligación de la comunidad internacional. El silencio es cómplice. No basta con reclamar. La comunidad internacional está completamente en deuda.
Fuente: La Tercera