Noviembre será un mes cargado de elecciones en América Latina. Cinco países celebrarán procesos electorales de diferente tipo pero solo en dos de ellos, Chile (elecciones presidenciales y legislativas el 21/11) y en Argentina (elecciones legislativas de medio periodo el 14/11) hay certeza de que los comicios se llevarán a cabo en condiciones de integridad electoral.
En Honduras, cuyas elecciones generales de 2017 adolecieron de graves irregularidades, existen dudas acerca de la transparencia de las elecciones presidenciales y legislativas del 28 de noviembre. Lo mismo ocurre con las regionales y municipales venezolanas del 21 de noviembre, a las cuales, pese a la falta de plenas garantías, la oposición ha decidido participar. Ambos procesos serán monitoreados por varios grupos de observación electoral, entre ellos la OEA y la Unión Europea.
En Nicaragua, en cambio, las “elecciones” del 7 de noviembre -en las cuales Daniel Ortega busca su cuarto mandato consecutivo-, tienen lugar en un clima de fuerte represión, con todos los espacios de oposición democráticos cerrados, carente de las garantías básicas de integridad electoral y sin la presencia de observadores internacionales confiables: una farsa electoral.
Una elección amañada. Desde el fin de la dictadura somocista (1979) y hasta 1990 –primeros gobiernos sandinistas- la democracia nicaragüense fue incipiente. Los tres gobiernos que sucedieron a Ortega después de su derrota en febrero de 1990 –Violeta Barrios de Chamorro, Arnoldo Alemán y Enrique Bolaños- no lograron consolidar una democracia de calidad y con estabilidad.
Y, a partir del regreso al poder de Ortega en 2007, la situación se fue deteriorando gradualmente hasta el estallido social de abril de 2018, oportunidad en que el régimen, al verse amenazado, reaccionó con ferocidad, provocando graves violaciones a los derechos humanos y el asesinato de 328 manifestantes; crímenes de lesa humanidad que a la fecha continúan impunes.
La crisis de abril debilitó al régimen obligándolo a entrar en un proceso de diálogo que luego manipuló a su favor. Por su parte, a mediados de 2020, debido a la presión nacional e internacional, el régimen prometió realizar una serie de reformas a la Ley Electoral las cuales también fueron manipuladas, acentuando la hegemonía del oficialismo y reduciendo las garantías de la oposición para participar en elecciones libres y transparentes.
Desde entonces, todo ha sido cuesta abajo. A medida que se acercaba la fecha de las elecciones, Ortega, con el apoyo de las instituciones bajo su control, fue intensificando la ofensiva autoritaria, deteniendo ilegalmente en los últimos meses a 39 líderes de diversos sectores, incluidos los siete aspirantes presidenciales de oposición y cancelándole la personería a los tres principales partidos de oposición.
A lo anterior debemos sumarle numerosas medidas arbitrarias en contra de la oposición, adoptadas por un Consejo Supremo Electoral que está bajo control absoluto del oficialismo.
La situación en materia de derechos humanos es igualmente dramática, con recurrentes actos de violencia y acoso contra defensores de derechos humanos, ataques a la libertad de expresión, asociación y manifestación, todo ello agravado por un estado policial, la falta de independencia del poder judicial y los altos niveles de impunidad estructural.
¿Qué hacer después de la farsa electoral del 7 de noviembre?
La responsabilidad principal en la lucha por la recuperación de la democracia recae en los actores nacionales quienes deben lograr un mínimo de convergencia y unidad de acción frente a la dictadura que seguramente tratará, post elecciones, de manipularlos y dividirlos. Sin embargo, dados lo brutales niveles de represión, el papel de la comunidad internacional es igualmente crítico.
Estados Unidos, Europa, Canadá y los países latinoamericanos deben denunciar esta farsa electoral, desconocer sus resultados y trabajar, de manera coordinada, con los sectores democráticos nicaragüenses para aumentar la presión sobre el régimen, exigir la inmediata liberación de todos los presos políticos, la plena vigencia de los derechos humanos y la urgente reapertura del proceso de negociación para buscar una salida negociada que incluya repetir las elecciones en condiciones de competencia y transparencia y con la presencia de observación electoral internacional calificada.
Si Ortega no cede, debe haber una nueva ronda de sanciones individuales, acompañada del congelamiento de los préstamos de los organismos financieros internacionales y un mayor aislamiento del régimen, incluida la suspensión de Nicaragua de la OEA vía la aplicación de la Carta Democrática Interamericana.
Llegó el momento de enfrentar con determinación a la dictadura de Ortega-Murillo aumentando al máximo el costo de su permanencia en el poder y poner fin a la impunidad. La responsabilidad de los países latinoamericanos –incluida la Argentina- es mayúscula. Deben dejar de lado sus diferencias y actuar coordinadamente con firmeza denunciando la farsa electoral del 7 de noviembre y no aceptando sus resultados.
No se trata de ser de izquierda o de derecha sino de estar del lado de la democracia o convertirse –con su apoyo, inacción o silencio- en cómplices de una dictadura que por su ferocidad y rasgos orwelliano es inédita en América Latina desde el inicio de la Tercera Ola democrática. Hay mucho en juego, no solo en Nicaragua sino en toda la región.
Fuente: El Clarín