No es un misterio que las transformaciones del escenario mundial han traído desbarajustes en el comportamiento social, en cuyo ámbito el posicionamiento de la virtualidad como medio de comunicación y relacionamiento ha desafiado las distintas dimensiones de la persona humana allende sus necesidades básicas y, también, disminuido el rol intermediario de las instituciones tradicionales.
Con ello ha quedado en evidencia la debilidad de andamiaje institucional para lidiar con los avatares de una modernidad heterogénea, donde nuevos actores y temas han abultado la agenda, abriendo un signo de interrogación a la capacidad de cada Estado para insertarse en la vorágine de una Globalización 4.0, que incuba expectativas desmedidas y frustraciones varias ante los miagros del anhelado progreso.
En definitiva, la sociedad de valores compartidos, que surgiría supuestamente con el “fin de la historia”, ha sido una efímera quimera, toda vez que han reaparecido antiguas rivalidades atizadas por el “poder inteligente” de las redes sociales que influyen la gobernabilidad al otorgar excesivo protagonismo a la opinión pública en desmedro de la autoridad. Todo indica que el impulso innovador insinuado por la “cuarta revolución industrial” no ha atemperado el ímpetu de fuerzas disruptivas emergentes que, junto a los estragos de la pandemia del covid-19, configuran patrones de conducta que impiden la asimilación graciosa de nuevos paradigmas de socialización, donde la paz, considerada el bien más preciado, aparece difícil de alcanzar.
De ahí la necesidad de incursionar en los dinamismos de la historia, con miras a encontrar la mejor manera de revertir los cuadros de crisis y convulsión social que se multiplican por doquier y poder encauzar a la comunidad ordenadamente hacia la civilización del siglo XXI.
El arte de la diplomacia aparece como idóneo para coordinar una aproximación colectiva que responda consistentemente a las inquietudes que interpelan al sistema desde las distintas disciplinas; su visión estratégica y acabado conocimiento de la otredad social refuerzan, ciertamente, su impronta asistencial y mediadora, amén que el trayecto por los laberintos de las relaciones internacionales la habilitan para aborda el desorden institucional, solucionar conflictos diversos y superar cuadros de confusión. En consecuencia, está en condiciones de asumir retos de gobernabilidad “interméstica” y asumir la virtualidad como parte de su naturaleza, en cuyo contexto billones de cibernautas conciertan posiciones en tiempo reducido que alteren el curso de la agenda.
Al efecto, el instinto diplomático actúa como filtro entre política y tecnología, velando por que la dinámica transformadora no se desvirtúe ni pierda rigor por la inmediatez que alienta una competencia frenética por visibilidad en lugar de prestigio; por su parte, la representación estatal que cumple por antonomasia, le otorga credenciales para crear una instancia de cooperación idónea para avanzar hacia “una economía a dimensión humana para combatir la crisis climática con la contribución y mejor apoyo tecnológico, institucional, digital, político, social y cultural, sobre todo, con la participación de los ciudadanos”.
Puestas así las cosas, se dimensiona el forjamiento de una sinergia Gobernanza/Diplomacia que endilgue el proceso de globalización hacia un ecosistema cuyos pilares neurálgicos sean la democracia y el desarrollo sostenible. No basta con que la digitalización haya encogido el atlas mundial y densificado la agenda para asimilar los postulados de otras culturas y actuar de manera balanceada en el nuevo escenario geopolítico. Si paz y seguridad siguen siendo claves para el bienestar social, resulta necesario contar con un “software cívico” para resetear el posicionamiento estratégico de los Estados, de cara al nuevo orden global aún en ciernes. La diplomacia tiene la palabra.
Fuente: El Mercurio