La democracia se encuentra en una encrucijada crítica. Fuertemente tensionada entre el declive y la resiliencia, atraviesa el periodo de mayor recesión democrática de las últimas décadas. El peligro es real y no hay que subestimarlo. Demanda por el contrario atención urgente.
Un estudio reciente realizado por Open Society Foundation (OSF) en 30 países revela una paradoja en la percepción de la democracia. Aunque sigue siendo ampliamente valorada, se encuentra bajo el escrutinio de diversos desafíos que incluyen la desigualdad, la corrupción y las amenazas del cambio climático. Es decir, mientras que existe una demanda constante de democracia y confianza en sus pilares fundamentales, simultáneamente surgen dudas sobre su eficacia para producir resultados tangibles a la vez que se observa un resurgimiento del autoritarismo. Notablemente, el estudio señala que los jóvenes son más escépticos que las generaciones anteriores acerca de la capacidad de la democracia para satisfacer sus expectativas. Resulta alarmante que un 35% de estos jóvenes considera que un “líder fuerte” que no haya sido elegido democráticamente o que no consulte al Parlamento podría ser una forma eficaz de gobernar un país (The Guardian, 11 de septiembre).
El momento para tomarle el pulso a la democracia, a nivel global y latinoamericano, no podría ser más oportuno en una semana cargada de simbolismo en nuestra región. El pasado lunes 11, Chile conmemoró los 50 años del golpe militar de 1973. Ese mismo día se cumplieron los 22 años de la adopción de la Carta Democrática Interamericana. Y hoy viernes se celebra el día internacional de la democracia bajo el lema: “Empoderar a la próxima generación”.
En el periodo que siguió a la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética, Francis Fukuyama proclamaba el “fin de la historia”, dando por triunfante a la democracia capitalista. Sin embargo, tan solo tres décadas después, nos encontramos ante una democracia bajo acoso, asediada por numerosas amenazas que se manifiestan en una creciente polarización, la proliferación de noticias falsas, un resurgimiento de populismos antiliberales y en algunas regiones (Asia y sobre todo África) de los golpes de Estado tradicionales. Pero este declive no se circunscribe únicamente a las democracias emergentes, sino que también alcanza a aquellas que, hasta hace poco, considerábamos consolidadas, como lo evidenció el asalto al Capitolio estadounidense el 6 de enero de 2021, así como la irrupción de líderes populistas y democracias iliberales en algunos países europeos.
Esta grave situación puede condensarse en tres datos cruciales a nivel global. Primero, según la Unidad de Inteligencia de The Economist (2023), únicamente el 8% de la población mundial habita en democracias plenas. En segundo lugar, el informe de V-Dem (2023) señala que, por primera vez en más de dos décadas, las autocracias cerradas superan en número a las democracias liberales en el mundo. Y, tercero, de acuerdo con el informe de IDEA Internacional 2022, la calidad de la democracia ha experimentado un serio estancamiento en los últimos cinco años. El citado estudio muestra que la mitad de las democracias del mundo está en declive, mientras que el número de países con la erosión democrática más severa está en auge.
La recesión democrática global encuentra un eco preocupante en nuestra región. Desde 2006, hemos sido testigos de un declive sostenido y profundo de la democracia. Según el más reciente informe del Índice de Democracia 2023 de The Economist, una alarmante mayoría, el 60% de los países, ha perdido su estatus democrático. En este momento, solo Uruguay, Costa Rica y Chile mantienen la calificación de democracias plenas, seguidos por otros cinco países -Argentina, Brasil, Colombia, Panamá y República Dominicana– que son catalogados como democracias incompletas y que en su mayoría muestran signos de estancamiento. Adicionalmente, encontramos ocho naciones categorizadas como regímenes híbridos (El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Ecuador, Perú, Paraguay y Bolivia), y cuatro donde predomina un régimen autoritario: Cuba, Venezuela, Nicaragua y Haití, este último convertido en un Estado fallido.
En el ámbito de la cultura política también se detecta un déficit significativo. Según el Latinobarómetro 2023, el apoyo a la democracia ha descendido a un 48%, representando una caída de 15 puntos porcentuales desde 2010; uno de cada seis consultados se inclina por un gobierno autoritario, un 28% es indiferente entre un gobierno democrático y uno no democrático; y un 54% dice no importarle que un gobierno no democrático llegara al poder si resuelve los problemas. Y entre los datos que más llaman la atención, aparece que el apoyo a la democracia es superior entre los mayores de 61 años que entre los menores de 25. Los jóvenes también respaldan más el autoritarismo o son más indiferentes frente al tipo de régimen, lo cual plantea numerosos interrogantes hacia el futuro. Por otra parte, la satisfacción con la democracia sigue cayendo, marcando el cuarto año consecutivo en el que menos de un tercio de la población se muestra satisfecho con la misma.
Los síntomas prominentes de esta recesión incluyen: desafección democrática, institucionalidad frágil, crisis de representación, el debilitamiento del estado de derecho, el acoso a la libertad de expresión, la proliferación de noticias falsas, un aumento de la polarización tóxica, el cerramiento de los espacios de acción de la sociedad civil, un incremento de la inseguridad, violencia y corrupción, altos niveles de desigualdad, injustificables brechas de género, el mal desempeño económico y social de los gobiernos y la falta de resultados (las promesas incumplidas de la democracia). Es notable también la predilección por candidatos con perfiles populistas y autoritarios (Bolsonaro y Bukele, entre otros), con retóricas antisistema, cuyas propuestas de cambios radicales desafían los preceptos democráticos, la división de poderes y el estado de derecho. A ello se suma una significativa disminución en la participación electoral, que ha descendido del 78% de la década de 1980 a un 69% en las últimas elecciones (promedio regional), señalando una necesidad urgente de atención y revisión.
Pero no todo es negativo. También hay luces que mencionar. La democracia en la región muestra asimismo signos importantes de resiliencia. Las elecciones con integridad siguen siendo la única vía legítima de acceder al poder. Sectores importantes de ciudadanos siguen valorando y demandando en las urnas y en las calles más y mejor democracia. Políticos, jueces, periodistas, académicos, defensores de derechos humanos y activistas continúan luchando para cuidar, proteger y fortalecer la democracia.
En síntesis, la democracia en nuestra región oscila entre el declive y la resiliencia. Los próximos años serán complejos y desafiantes. Hay que prepararse para enfrentar tiempos recios, pero sin caer en un pesimismo paralizante.
Latinoamérica emergió de la pandemia de Covid-19 con una herencia maldita en términos de desarrollo humano. Las noticias tampoco son buenas en el ámbito económico. El crecimiento de la región continúa languideciendo (Cepal proyecta 1,7% para 2023), marcando una nueva década perdida (2014-2023). A los persistentes problemas del siglo XX -como la desigualdad, pobreza, informalidad laboral, violencia y corrupción- se suman ahora desafíos emergentes del siglo XXI, tales como el cambio climático y las repercusiones de la cuarta revolución industrial y la proliferación acelerada de la inteligencia artificial.
A continuación, propongo una agenda de siete puntos para navegar estas aguas turbulentas y evitar que la actual recesión democrática degenere en una contra ola democrática. Primero, es imperativo repensar la democracia para dotarla de la capacidad de dar respuestas oportunas y efectivas a los problemas y desafíos de las complejas sociedades del siglo XXI. Segundo, es crucial proteger la legitimidad de origen y la integridad de las elecciones y blindar a los organismos electorales para que puedan hacer su trabajo con independencia y profesionalismo.
Tercero, hay que revitalizar la política y re-legitimar las instituciones (partidos y congresos) vía innovación, abrir nuevos canales de participación y deliberación ciudadanas e incorporar de manera inteligente las nuevas tecnologías para superar la actual crisis de representación y recuperar la confianza en la política y en las élites. Cuarto, impulsar en la ciudadanía y, especialmente en los jóvenes, valores y actitudes democráticas que promuevan una sociedad justa y equitativa. No hay democracia sin demócratas.
Quinto, se debe prestar especial atención a la dimensión social de la democracia, fomentando el diálogo inclusivo y la construcción de consensos que faciliten la renovación del contrato social. Sexto, fortalecer el Estado de derecho, uno de los principales talones de Aquiles de la democracia latinoamericana. Este proceso implica garantizar seguridad jurídica, respetar los derechos humanos y la libertad de expresión, combatir la corrupción y la impunidad de manera frontal, y responder de manera democrática a los desafíos que plantea la inseguridad ciudadana y el crimen organizado en nuestros días.
Y, séptimo, colocar a la gobernabilidad y a la gobernanza democrática en el centro de la agenda política regional, mejorando los niveles de resiliencia y reduciendo la brecha entre la magnitud de los problemas contemporáneos y la capacidad gubernamental de responder a estos de forma efectiva, proporcionando soluciones oportunas a las problemáticas que enfrenta la población. Con estados débiles, baja fiscalidad y políticas públicas mediocres es difícil entregar bienes públicos de calidad.
Todo lo anterior debe venir acompañado de una renovación del consenso democrático a nivel regional, revitalizando y fortaleciendo los mecanismos de protección de la democracia.
Esta es la agenda que debemos poner en marcha con urgencia y brújula estratégica. Ni el triunfo de la democracia está garantizado ni tampoco su ocaso es una certeza. Ambos futuros son posibles. Mucho dependerá de la calidad del liderazgo político, de la legitimidad de las instituciones y, sobre todo, de nuestras acciones; de lo que hagamos de manera colaborativa para encontrar respuestas democráticas a los problemas de la democracia que impidan que el malestar actual en la democracia se convierta en malestar con la democracia.
Fuente: La Tercera