Hace diez años, mediante la Declaración de La Habana, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), proclamó a nuestra región como una “Zona de Paz”. Se profundizaba así, el compromiso del Tratado de Tlatelolco de fines de los 60, enfatizando la necesidad del desarme universal, la prohibición de la amenaza y del uso de la fuerza y la obligación de negociar diferencias conforme a la Carta de las Naciones. Si bien estas responsabilidades han sido notablemente respetadas en la región en cuanto a conflictos interestatales, al mirar dentro de nuestras fronteras, la llamada “zona de paz” no es más que una ilusión, un espejismo.
Según cifras de Naciones Unidas, en 2021, ocho de los 10 países con mayores tasas de homicidios del mundo se encontraban en Latinoamérica y el Caribe. Advirtió también Naciones Unidas, que existía una cada vez mayor vinculación entre grupos que, aprovechándose de las debilidades estructurales de nuestros estados, compiten por el control de mercados ilegales.
Por cierto, el surgimiento de organizaciones que buscan desafiar el poder de los estados no es nuevo, y obedece a causas multidimensionales complejas, a una interacción entre componentes políticos y sociales que claman por justicia -en un amplio sentido- y condiciones tales como el abandono territorial del Estado, la ausencia de Estado de Derecho y desigualdades orgánicas. También son dinámicas evolutivas que van ajustando -y justificando- su accionar a sus propias necesidades de subsistencia. Los casos de las FARC en Colombia o el Sendero Luminoso en Perú, aunque en contextos históricos distintos, son ilustrativos. Se erigieron como movimientos políticos revolucionarios que terminaron combinando, tarde o temprano, la lucha por remover el orden social imperante con el control del narcotráfico, los secuestros y otros crímenes abyectos.
Seríamos ingenuos al pensar que estas dinámicas están ausentes de nuestro país, inserto en una región que de pacífica tiene poco. Hoy existen indicios plausibles de los vínculos entre grupos que, envueltos en el manto de reivindicaciones sociales desatendidas, han ocultado dentro de sus reclamaciones diversas actividades ilícitas.
La experiencia comparada muestra que no existe una bala de plata para hacer frente a estos fenómenos. Ni siquiera el recurso a las Fuerzas Armadas ha sido del todo eficaz. Sin embargo, lo que sí refleja la práctica regional es que la carencia de comprensión global de estos conflictos, la falta de decisión política para establecer estrategias y las incoherencias entre los poderes del Estado al tiempo de abordar estos fenómenos, sí han sido determinantes en la extensión temporal y espacial de la violencia. Peor aún, la ausencia de definiciones en nuestra región, ha causado irreparables pérdidas humanas (y económicas) y, muy especialmente, ha tendido a debilitar la democracia.
Fuente: La Tercera