Analizar nuestro panorama regional conlleva el desafío de conjugar variadas teorías que no siempre coinciden en el diagnóstico, menos si existe desorden institucional y deterioro en la convivencia debido a prácticas y comportamientos disruptivos o indeseables. Algunos señalan que se trata de un cuadro distópico, opuesto a los construidos con un dejo de utopía que, no obstante el “equilibrio del terror” (amenaza nuclear), atizó percepciones idealizadas o representaciones imaginativas de la sociedad en el período de la Guerra Fría. La situación ha cambiado drásticamente y el andamiaje sistémico requiere de importantes y urgentes ajustes; quizás, un reseteo de la política exterior de los Estados sea apropiado para naturalizar el nuevo y desafiante paradigma digital sin alterar los objetivos de paz, seguridad y cooperación, que permanecen inalterables.
Examinar la vinculación entre Chile y Venezuela, además de aportar insumos para endilgar la relación bilateral hacia estadios más fraternos y de confianza mutua, podrá alentar una reflexión sobre el posicionamiento de América Latina en el mapa geopolítico global. Basta recordar la contribución que se han prestado recíprocamente, sobresaliendo el aporte al ordenamiento democrático venezolano y su restauración en el caso chileno. La historia los consigna como hechos trascendentes dentro de tantas iniciativas en variados campos del acontecer, todas inspiradas en el valores universales de la democracia, la promoción de los derechos humanos y la cooperación. En esa línea, la concurrencia conjunta de los Presidentes de Chile, Venezuela, y Colombia a la fundación de la Corporación Andina de Fomento (CAF), plasmada en el Acta de Bogotá de 1968, se expone como testimonio señero de amistad, solidaridad y sintonía política, que bien valdría agitar en momentos de crisis como los actuales. A su vez, los flujos migratorios de calidad que se ha asentado en ambas países, han de sumarse al patrimonio común que da sentido y carácter distintivo a la relación bilateral.
“Los pueblos de América tienen el derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla. La democracia es esencial para el desarrollo social, político y económico de los pueblos de las Américas”, reza el artículo primero de la Carta Democrática Interamericana del 11 de septiembre de 2001. Una fecha simbólica que sintoniza con el barbárico derrumbe de las Torres Gemelas como punto de inflexión en las relaciones internacionales. Su tenor es base de inspiración y sustentación para la región entera en la configuración de un Nuevo Orden Internacional. Surge, por lo tanto, la inquietud de cómo generar un ambiente de entendimiento por encima de las diferencias que distancian a Chile de Venezuela. Los espacios reflexión, aunque más escasos, son necesarios para dimensionar correctamente el destino de cada uno y de la región, precisamente cuando la situación global se perfila como proclive a imponer un orden político, social y económico homogéneo que, acicateado por la tecnología, se torna, igualmente, demandante.
En consecuencia, dejando atrás la dicotomía utopía/distopía, corresponde aproximarse al momento actual, ejercitando los valores que tradicionalmente han guiado la vinculación al amparo de un genuino humanismo latinoamericano, que abre espacios para marcar presencia en un mundo. La prioridad es abordar el desorden, asumiendo que no existe bala de plata o llanero solitario que lo satisfaga sin colaboración institucional transparente e integral. La diplomacia tiene la palabra.