Opinión

Estados Unidos: Una elección crucial, con mal pronóstico

“Superpotencia disfuncional” es el título de Robert Gates, secretario de Defensa de Estados Unidos durante la segunda presidencia de George W. Bush (2006-2010), publicado hace unos meses en la revista Foreign Affairs y reproducido nuevamente en un apartado de la misma revista, inmediatamente después del dramático debate entre Joe Biden y Donald Trump el jueves 27 de junio. Aunque el contenido del artículo enfatiza principalmente al balance militar de Estados Unidos con Rusia y China, lo ocurrido esa noche planteó preguntas que se hacían todos los que presenciaron ese debate: ¿Puede Estados Unidos ofrecer un liderazgo mundial sólido mientras padece la carencia de un verdadero liderazgo? ¿Es posible que la elección presidencial esté circunscrita a los mismos dos candidatos de hace cuatro años, uno evidentemente limitado en sus capacidades físicas para ejercer el cargo más importante del mundo; y el otro capaz de hacer en la hora y media de debate más de treinta afirmaciones falsas?

Los partidarios de Biden dirán que tuvo una mala noche, o que perdió la voz trabajando en exceso hasta minutos antes del debate. Pero lo que estaba llamado a hacer, era demostrar que tiene el vigor y la fuerza para la dura tarea que le espera. Los partidarios de Trump dirán que su candidato mostró la prestancia de un hombre veinte años menor. Pero lo que se esperaba es que fuera claro en sus propuestas, no falseara hechos que habían ocurrido en años recientes y prometiera gobernar democráticamente, sin convertir los próximos años en una nueva batalla, dentro y fuera de su país.

La verdad es que, para la ciudadanía norteamericana y los muchos aliados de Estados Unidos en el mundo, ese fue un día aciago que no reveló ventajas para nadie y sólo enormes dudas acerca de la capacidad de los candidatos de dar conducción al país el cual sigue y seguirá siendo, por bastante tiempo, la primera potencia mundial.

El mencionado artículo de Gates describe en línea bastante apocalípticas cómo los adversarios de Estados Unidos -Rusia, China, Corea del Norte, Irán- van acumulando fuerza y terminarán por superarlo. Pero ese pronóstico se viene haciendo desde antes del fin de la Guerra Fría y nunca ha demostrado ser real. A pesar de todos sus desarreglos, Estados Unidos sigue siendo la mayor economía del mundo, la fuente de las innovaciones científicas y tecnológica más significativas y la primera potencia militar, con alrededor del 40% de la capacidad mundial.

Lo que ha perdido Estados Unidos desde hace bastante tiempo es legitimidad y capacidad de liderazgo. Y lo que espera al mundo en los próximos años no es un predominio de los enemigos de ese país, sino un mundo en desorden, plagado de competencias conflictivas y crecientemente ingobernable.

Estados Unidos ha tenido dos veces en el último siglo la posibilidad de conducir la creación de un mejor orden global: después de la Segunda Guerra Mundial y al concluir la Guerra Fría. En 1945, destruidos los perdedores y también los vencedores (Europa estaba en ruinas y la URSS destruida y con 20 millones de muertos), el único verdadero vencedor tenía el poder militar, el poder económico y, sobre todo, la legitimidad política; era la democracia que había derrotado al totalitarismo. En 1988, cuando cayó el Muro de Berlín y lo siguió el fin del imperio soviético, también fue el principal ganador: el principal “peligro” se había derrumbado, la era digital se iniciaba con un solo conductor, el brillo democrático volvía a relucir con la democratización de Europa y América Latina, el mundo entero parecía querer “globalizarse” y la coalición formada para ganar la Guerra del Golfo.

Pero las dos veces, sobre la base de conceptos idealistas de superioridad, las élites del país del norte creyeron que era posible construir un nuevo orden global sobre la base de los ideales norteamericanos, convertidos ahora en ideales universales. Dada la enorme fortaleza estadounidense, los demás países o regiones siguieron inicialmente esos designios; pero apenas cobraron fuerza quisieron imponer sus propios modelos y culturas, haciendo tambalear así el Orden Mundial. Importantes logros iniciales del modelo, como la Organización Mundial de Comercio, los objetivos de Desarrollo del Milenio, los Acuerdos de Paris sobre Medio Ambiente, el fortalecimiento de Naciones Unidas, han ido siendo cada vez más resistidos, en distintas zonas del mundo. Pudo forjar, después del 11 de septiembre de 2001 una nueva gran alianza política y humana; pero prefirió un revanchismo equívoco y aislado. Dejó de lado la inclusividad de las Naciones Unidas, para optar por mecanismos de exclusión negativos; la creación de “Grupos” (G7, G8, G20) o identificación de países “líderes” que hicieron sentir a la mayor parte de los cerca de 200 países independientes del mundo (193 son miembros de la ONU) que estaban en presencia de un nuevo mundo de exclusiones. Surgieron así otras propuestas y/o alianzas como la Franja y la Ruta o el BRICS, aumentado recientemente a nueve países, que incluyen ya a algunos adversarios declarados, como Rusia, China e Irán; y el mundo se ha ido haciendo cada vez más desordenado. Lejos de ser el “fin de la historia” que algunos idealistas imaginaron a comienzos de los noventa, la Posguerra Fría ha resultado mucho mas caliente de lo esperado.

En ese marco, es natural que idealismo norteamericano (un mundo a su imagen y semejanza) haya derivado en dos tendencias encontradas. La primera está retratada en la idea de, si el mundo es cada vez más complejo y conflictivo, Estados Unidos es el único que puede ordenar el caos. Ese concepto estuvo presente en las administraciones Bush, padre e hijo; y también pareció parcialmente en la administración Obama, si bien en ella se hizo ya presente la necesidad de fortalecer alianzas, reconociendo que la “nación indispensable” no era omnipotente. Sin embargo, también se persiguió, equivocadamente, la idea de que la democratización de China era posible, sobre la base de privilegiar esa relación, dejando de lado el peso de una cultura milenaria.

La segunda tendencia, heredada de periodos muy anteriores de la historia de Estados Unidos, era el aislacionismo que había motivado la negativa a formar parte de la Liga de las Naciones y estaba aún presente en plena Guerra Mundial, a la cual Estados Unidos llegó tarde y sólo después de ser agredido por Japón. El concepto fundamental era que, dado su tamaño y poder, Estados Unidos debía evitar involucrarse en conflictos europeos o extra-americanos y no forjar alianzas permanentes con ninguna otra nación. Después de la Segunda Guerra Mundial, en que pasó a ser la nación hegemónica, no sólo en América, sino también en Europa y Asia, nadie imaginó que este aislacionismo pudiera seguir presente. Menos aún después de los años gloriosos de la Posguerra Fría y el unilateralismo que muchos proclamaban.

Pero la tendencia resurge en la campaña de Donald Trump; ya no se expresa en aislarse del mundo, sino en la necesidad de privilegiar siempre el interés de Estados Unidos por encima de cualquier búsqueda de un Orden Mundial. El nuevo Presidente no desconocía la realidad global, sino que la rechazaba como negativa para Estados Unidos. Lo más notable de la era Trump es que, si bien el sistema internacional de posguerra había enfrentado muchas veces cuestionamientos, esta vez ellos provenían del propio país que lo había creado. Y ahora Estados Unidos debía liberarse de la “obligación” de ordenar el mundo y poner siempre, por delante de las alianzas, sus propios intereses.

Se perdió así, en los últimos años, la unidad de propósitos que, idealista o no, había permitido dar una conducción coherente a la política exterior de Estados Unidos por más de medio siglo. La “Política Exterior de Estado” que imperaba en toda la élite política norteamericana, más allá de cualquier desacuerdo parcial, desde Roosevelt hasta Obama, desapareció en medio de la polarización general del país. 

Es interesante encontrar, en el debate de hace quince días, plagado de recriminaciones y falsificaciones, algunas frases que muestran claramente la permanencia de ambas formas de idealismo: Biden prometiendo liderazgo e involucramiento mundial y Trump proclamando el poder americano y el uso de la fuerza, para contener adversarios y obligar a sus aliados a pagar los costos. Ambos se quedaron en propuestas repetidas e imposibles de cumplir.

No parece posible que alguna de estas dos formas de idealismo pueda imponerse. Primero, porque Estados Unidos, aun siendo la nación más poderosa de la tierra, ya no tiene el liderazgo, la unidad, ni la fuerza material, para hacerse cargo de la conducción global, ni mucho menos para presionar a sus aliados a aceptar sus designios. Y segundo, porque la confrontación extrema de su espectro político le impide adoptar las decisiones que hagan efectivas algunas de sus opciones contrapuestas.

La crisis de la política exterior de Estados Unidos es parte de una crisis mucho más general, que tiene que ver con una involución del sistema político, que hace cada vez más difícil tomar decisiones, en temas económicos, de seguridad pública, valóricos y otros. No parece posible que ella se supere en los próximos años; ni siquiera que ello conduzca a parálisis prolongadas ni a una decadencia que muchos han venido profetizando por décadas. Lo más probable es su prolongación, con períodos más o menos agudos, pero con la suficiente racionalidad para mantener al país activo. Pero el resultado de la próxima elección afectará severamente la gobernabilidad y especialmente la política exterior, donde las diferencias son demasiado grandes.

Estados Unidos no es la «superpotencia disfuncional» que lamenta el ex secretario Gates; su presencia y acción constructiva es importante en la economía y la política global. Pero ya no puede aspirar a ser la «nación indispensable», cuando una parte muy importante de la realidad global está en naciones con las que no comparte ni valores ni formas culturales. Ese mundo se va organizando además de maneras muy diversas y el debilitamiento de Naciones Unidas ya no puede ser ignorado. No habrá un mundo hegemónico, sino uno fragmentado regional e ideológicamente y seguramente más conflictivo. La mantención de una cierta estabilidad global parece indispensable.

Desde este punto de vista, la elección de un nuevo Presidente de Estados Unidos es crucial para mantener la paz y la estabilidad en un mundo en transición y enfrentar con realismo los grandes problemas globales. Donald Trump ya demostró en su primer mandato no sólo que no está a la altura de esos desafíos. Su receta para un mundo en transición es sólo la superioridad propia. Una política de primacía, que no mira al mundo en su integridad, sino que solamente pretende enfrentarlo desde el punto de su propio interés, ignorando las crisis que se viven más allá de sus fronteras y contribuyendo a agravarlas, usando para ello las amenazas y la fuerza, es lo contrario de lo que necesita el mundo hoy. La actual realidad internacional requiere protagonistas dispuestos a forjar acuerdos, no a ignorar los conflictos ni menos a agravarlos.

Desgraciadamente, el futuro inmediato apunta cada vez más en dirección contraria. Las decisiones que el propio Joe Biden y su entorno adopten en las próximas semanas son cruciales, en medio de encuestas que no sólo son desfavorables para él, sino que también muestran que es posible alterar el curso con un nuevo rostro. Biden se había retirado de la política al terminar el gobierno de Obama. Su retorno impidió la reelección de Trump y recuperó parcialmente la estabilidad perdida; pero su afán de prorrogar su mandato por cuatro años no sólo parece imposible, sino incluso inconveniente. Sin un viraje inmediato, con nuevos rostros y nuevas ideas, el mundo entero parece expuesto a un período de inestabilidad, sin fecha de término.

Fuente: El Libero