La elección en el Reino Unido arrojó un previsible triunfo para el Partido Laborista del ahora Primer Ministro Keir Starmer. En el discurso de apertura de la legislatura, el Rey Carlos III abordó las principales medidas del nuevo gobierno, el que tiene como motor el crecimiento económico, la disciplina fiscal y participar activamente de la arquitectura de seguridad europea y transatlántica. Ese día se vio al nuevo jefe de gobierno conversando animadamente y sin estridencias con el ex Primer Ministro Rishi Sunak, el mismo al que derrotó en las urnas.
Quizás si el ambiente post electoral creado en el Reino Unido tiene que ver en parte con la contundencia de la victoria laborista, alcanzando 410 de las 650 bancas de la Cámara de los Comunes. Algo de eso está en el ambiente, porque como victoria política es una de las más contundentes en la historia. De hecho, es la mayoría más aplastante que tiene un partido político en más de un siglo. Sin embargo, más importante aún es la capacidad del propio Starmer de cambiar una mirada sobre su partido, el país y el lugar que los laboristas deben tener en el concierto político. Literalmente es el producto de una resurrección que tiene un solo ingrediente principal: moderación.
Las elecciones previas al Parlamento, en 2019 y justo antes de la pandemia, fueron el peor desastre posible para el laborismo. Los conservadores por entonces llevaban casi una década en el poder. Ya se percibía el desastre que resultó ser el Brexit como proceso y ni hablar de los problemas económicos y de inserción global que generó. Es decir, los conservadores estaban en su peor momento. Sin embargo, lograron en esa oportunidad volver al poder porque la alternativa era inviable. El partido Laborista estaba en manos de Jeremy Corbyn, un líder que había llevado a la izquierda más dura a la colectividad, marcado por su antisemitismo y desconfianza de la alianza atlántica. Más aún, era un euroescéptico, al igual que la extrema derecha, pero desde el extremo opuesto del arco político. Es decir, una demostración más de cuánto se parecen ambos. Tanto fue el revuelo que muchos se preguntaron sobre la posibilidad de que el laborismo británico llegara al final de sus días.
Starmer tomó las riendas partidarias en el peor momento, y para peor, con una pandemia que vendría al poco andar. Durante ese período el entonces Primer Ministro Boris Johnson se hizo famoso por armar fiestas prohibidas en 10 Downing Street, su amistad con Donald Trump y una serie de fallas increíbles en el manejo del gobierno. Todo eso se profundizó con Liz Truss (que casi su única actuación fue participar en los funerales de la Reina Isabel II). Finalmente, Rishi Sunak trató de enmendar el rumbo, pero ya era muy tarde. ¿Qué hizo entretanto el ahora Primer Ministro laborista? Ordenar la casa y volver al centro. Generó una propuesta política que priorizó el crecimiento económico, la vuelta del Reino Unido al mundo, potenciar desde una mirada de centro progresista su relación con Estados Unidos y la alianza transatlántica. Personajes como el propio Corbyn terminaron fuera del partido, mientras se privilegió a una nueva generación de políticos, los que fueron formados de una manera parecida a como en los noventa crecieron los Nuevos Laboristas del expremier Tony Blair.
No es exactamente la misma receta de entonces, porque los tiempos cambiaron. Además, el propio Primer Ministro Starmer es distinto. Es lo opuesto a un político volcado a las cámaras como era Blair. Al revés, tiene un aire de modestia no asumida y de que la farándula no va con él. Además, es un convencido de una tercera vía progresista que entiende los desafíos del mundo moderno, entrega certidumbre a los votantes y los mercados. Sobre todo, que entrega liderazgo responsable en el que se puede confiar. El resultado después de cinco años está a la vista. Una de las mayorías más impresionantes alguna vez vista en la Cámara de los Comunes y un claro mandato para las reformas. Aunque sea el camino largo, se puede. Para pensarlo también en Chile.
Fuente: La Tercera